miércoles, 29 de diciembre de 2010

Joy to the world, the Lord is gone

Aunque no siempre tenemos motivos para ser felices, hemos perfeccionado las molestias que nos permiten saber que, cuando todo eso se termine, seremos felices.
Villoro, my love

Nos colocamos en un lugar estratégico de la sala; el que ofrece una vía rápida al bar, con la reluciente botella de Etiqueta Roja guiñándonos el ojo desde la esquina. No es nuestra favorita, pero cura los males igual, con la dichosa venda de la ebriedad en los ojos y la sonrisa fácil ante cualquier comentario incómodo.

Esta noche no acostamos al Niño. No hubo participación estelar de la tía Fulana con su consabido “¿Recuerdan a quién festejamos hoy?”… la tía Sutana dejó la guitarra intacta. No sonaron villancicos. Un verdadero milagro navideño. Aleluya.

Nos concentramos en beber, y todo se hizo más fácil. Ella pudo olvidar a su padre, dormido en el estudio por el exceso de tequila rebajado con soledad. Yo ignoré la silla vacía, el constante recuerdo de vivir partida en dos fragmentos irreconciliables. “Las obligaciones de hijo de padres separados”, dijo mi hermano con agria elocuencia.

Ni ella ni yo vimos el fondo del vaso. Engullimos el pavo desabrido con sendo placer. Llenamos el cenicero de la terraza y hablamos de tonterías más felices que lo que nos esperaba ahí adentro, a la orilla del árbol cargado de esferitas. Las bromas irreverentes del tío Mengano sacaron más de una risa nerviosa y por compromiso. Ella y yo nos carcajeamos con disoluta felicidad. Agradecimos esos minúsculos destellos de verdad entre todo ese circo de formalidades insufribles.

Odio la Navidad. Porque sólo se puede detestar así algo que se amó tanto. Algo que suponía el epítome de la felicidad, los dedos hinchados en clase de guitarra para poder tocar los villancicos con mi guitarra cuarteada, la emoción católica e ilusa de sostener una figurita de porcelana de un niño encuerado y con rasgos incómodamente femeninos. El vestido de crinolina bordado por mi madre, el sonido de fichas de dominó y las carcajadas de mi padre, del otro lado de la sala. Ah, la bendita ignorancia de la niñez, el amor desmedido a los árboles navideños despelucados y disparejos era todo lo que se necesitaba.

Hoy hacen falta más botellas.

Es más sano adormecer mi sacrosanto odio con Juan Caminante y observaciones antropológicas en mi mente. Ya no escondo lágrimas estúpidas en el baño de visitas. No hace falta, porque no siento nada.

Así que llenamos nuestros vasos, ella y yo. Brindamos por nosotras y nuestro silencio, y nos reímos como nunca lo hemos hecho en todo el año. Porque ya casi la libramos, un año más, ilesas.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Oooooooh, pinche Navidaaaad...

¡Buenos días, alegría! ¡Buenos días, Tapatilandia querida, embarnecida en más de 100 puntos del IMECA, con papeleras del Centro Histórico sin bolsa, y temperatura calurosa, gracias a la capita natosa de smog!

Buenos días tengan ustedes, pendejos al volante, con sus listas interminables de regalos por compromiso, sus cajuelas rebosantes de canastas de La Playa y Goiti. Buenos días a sus hijos, que lloriquean por un XBox y una Barbie con bubis firmes, mientras exigen que les repitas OTRA VEZ el villancico de Rodolfo. ¿No le han confesado por qué tiene la nariz roja? No es por inhalar dulces...

Buenos días, estacionamientos colapsados de las plazas. Buenos días, semáforos sincronizados de López Mateos frente a Plaza del Sol. Buenos días, carros ridículos con cuernos del año antepasado. Hola qué tal, ñoños con espíritu navideño y la versión ochentena de Blanca Navidad, entonada por Daniela Romo, en sus bocinas. Ojalá se les atore el casette en la grabadora.

Muchos días de estos, estimados dependientes del Starsucks de Santa Rita, que ya se acuerdan de mi cara y me hacen plática mientras yo tamborileo los dedos en señal de desesperación. Buenos días, encargado del estacionamiento, que se compadece de mi falta de gafete y por las mañanas me deja estacionarme adentro.

Saluditos amorosos a mi pobre Minerva, con sus guirnaldas luminosas y su agua verde. Al olor a pan de la calle Prisciliano Sánchez, sus hipsters en bicicleta y sus perros levantando la pata trasera en cada árbol. Abrazos apapachadores al franelero de la calle Tizoc, que me saluda efusivamente desde el camellón, aunque no me limpie el vidrio.

Un beso tronador al chocolate caliente sin azúcar “Hermanas Vivanco”; a los churros La Bombilla que abren el 25 de diciembre, a la quietud que prometen los días de 26 al 31, con la soledad en sus calles y el silencio en sus banquetas.

Un shout out a mi Jefe Diego, que jubiló a la afeitadora y, al parecer, tiene el síndrome de Estocolmo, o es neta rete guadalupano, o de plano trae una estrategia política mamona. Aris, Totelín, my man, mi homie, smooches... Urrea, Viva Las Vegas, ¿cómo sigue tu mujer? Vielmis, tus anuncios del Primer Informe… awesome. UDG S.A. de C.V., ¿cómo va esa cartita al Niño Emiliodios? ¿Más parones, marchas, acarreados con silbatos y días de asueto para sus muchachos? Exmo. Gobernador… ugh, qué asquito, a usté no le digo nada.

Buenos días y felices fiestas a mis amados perros ambulantes, desprotegidos y cojos. Ustedes son lo mejor que tiene esta ciudad… junto con las tortas Héroes, las morras voluptuosas de Metro, y los agentes de vialidad honestos.

Buenos días tengan todos ustedes, dos lectores, que perdieron cinco minutos de su vida leyéndome. Los amo con desenfreno. Ya dejen de procrastinar y pónganse a hacer algo.

No se crean. Lean, lean. Aún me quedan muchas tonterías por estornudar.

Ah, y se me olvidaba…

¡Buenos días, Legionarios de Cristo! ¿Ya escondieron sus estampitas de Nuestro Padre?

lunes, 20 de diciembre de 2010

Jingle fucking bells

Se me ocurre que esta Navidad será un poco menos triste. Que no será tan necesario huir a la terraza a llenar mis pulmones de tabaco adulterado cada media hora, ni ocultar el fondo del vaso con dosis cuantiosas de whisky. Que pondré mi mejor cara de estúpida y sonreiré hasta que las comisuras de los labios se me entuman… por el uso o por el frío, da igual.

Se me ocurre que el calendario se volverá la extensión de mi mano derecha y tu mixtape, los mejores audífonos a prueba de villancicos. Que deambularé por las calles y cada vez que maldiga a una señora al volante o me cuadre ante la pickup de un buchón mientras lo insulto con los vidrios arriba, lo haré en tu honor.

Me encerraré en la seguridad de mi cubículo sin teléfono y sin bote de basura, subiré el volumen a la canción de Lovin’ Cup y me enteraré de primera mano de la nota roja de Tapatilandia y sus descuartizados; moriré de antojo al intentar describir en escasos 400 caracteres con espacio las delicias y bondades de unos tacos de barbacoa acompañados de consomé y chiles güeros asados…

Me empinaré dos tes de fresa al día y un Nescafé Capuchino de sobresito, masticaré chicle y saldré a fumar más de lo necesario al estacionamiento. Evitaré toparme con la máquina de refrescos y papitas. Miraré con odio lujurioso la canasta de buñuelos, madrearé las piñatas con sentimiento y regresaré a mi casa a soñar con caracteres, Minervas verdes y playeras de rayas.

Se me ocurre que esta Navidad será igual de triste. Tal como lo fue la pasada, y como lo será la siguiente. Porque así es siempre, y hay que sacar la mejor coraza para sobrevivirla: mi mejor amigo Juan Caminante, y el alivio de que, una vez que se acabe, faltarán 365 días para que vuelva.

martes, 23 de noviembre de 2010

La pinchi vida con sus pinchis chistecitos

Para el tránsito alcahuete de Vallarta y Juan Palomar y Arias, la señorita de Laboratorios Julio que me dejó recoger mis fotos sin ticket, y el dueño del Café Madrid, que me dio un buen tour fotográfico y un café gratis.

A la vida le encanta joder. Le encanta tirarte el café en el trabajo final que llevaste a las 9 de la mañana a Mariano Bárcenas esquina con Hidalgo a empastar, llevarte al ÚNICO Office Depot en toda la Zona Metropolitana de la Benemérita Sociedad de Tapatilandia en el que NO imprimen fotografías, descomponer tu USB, y que te toque la dependienta más neanderthal de toda la franquicia de Laboratorios Julio.

A la vida le encanta ponerte el pie para que tropieces, para que si te da la mano después, la veas como una reverenda santa. Te pone un elemento de vialidad en la esquina de Vallarta y Juan Palomar y Arias, que te sigue hasta la entrada de La Gran Plaza, se baja y te suelta el tonito condescendiente con un “¿Qué pasó señorita? Se dio vuelta en U prohibida”.

Ah, pero luego, la vida te afloja las glándulas lagrimales y nasales, para que le berrees al azulado, y de tanta mucosidad no puedas ni explicarle tu conflicto existencial intrascendente: te quedaste sin coche, rogaste por uno prestado, te levantaste a las 7 de la mañana a terminar tu trabajo que ibas a ir a empastar, pero se manchó de café por tu vuelta policiaca en el estacionamiento; fuiste hasta el centro a tomar fotos, y te atoraste en el tráfico de regreso; ya perdiste una clase importante en la que tenías que entregar un avance de tu trabajo final; te has parado en cuatro centros de impresión sin éxito, y tienes media hora para imprimir 250 fotos, o si no, tu maestro/diva del CUAAD te pondrá tu primer nota reprobatoria en tu carrera universitaria.

Por supuesto que al tránsito le vale una pura y dos con sal tu chistecito. Felipe (se te ocurre que así podría llamarse el individuo de bigote chistoso) de seguro tiene una esposa con el calzón retorcido y un par de niños con sobrepeso a los que tiene que mantener con el sueldo base y mísero de esta administración panista; tiene que pensar en la hipoteca de su casa, la cuenta de la luz, el agua que no llega a su colonia, su compadre Pancho que recibió una bala perdida ayer en el siniestro de López Mateos y Periférico, en el que tres individuos fueron asesinados. Felipe tiene la obligación institucional de pedirte tu tarjeta de circulación (que no traes porque el coche no es tuyo) y tu licencia (que está vencida desde hace tres meses).

Pero Felipe se apanica con tu lagrimeo. Eso, o nomás le das lástima. Felipe te da un sermón paternal de la seguridad vial y la responsabilidad al volante, le da una palmadita a la puerta del coche y se va con su libreta de multas en blanco.

La vida te hizo el paro con un agente de vialidad que estaba en un momento sensible (y que no se animó a pedir mordida para la Navidad de su señora apretada y sus mocosos).

Ándale pues, nomás quería hacerte renegar poquito, dice la muy méndiga. Nomás quería hacértela de emoción un ratito, pa’ que en serio sientas la adrenalina de finales de semestre. Te dejé sin coche, sin fotos y sin calificación en tu clase de Cine Mexicano, pero te puse un tránsito medio corrupto, y hasta pa’ tu favor. Feliz Navidad adelantada, pinche llorona.

jueves, 11 de noviembre de 2010

/Staff

Levántate. Ponte esos tacones y ni se te ocurra patinar por el maldito pasillo enorme, brillante y pulido que se extiende entre la recepción y la oficina del jefe. No vaciles entre los cubículos, míralos a todos y sonríe, pero no demasiado, que te ves medio hueca… no, mija, tampoco tan seria, porque luego van y dicen que eres una apretada. Ya veeees, como se te da esa famita…

Mira que quererle hablar de usted hasta a la de recursos humanos, que tiene tres años más que tú. Mira que pedir permiso hasta para ir al baño, y vacilar ante el sonido del teléfono. Mira que… mira. Quien te viera tan volada; ni tienes derecho a cajón de estacionamiento, pero te sientes en las nubes con tu tarjeta de acceso, que pita en cada puerta que vas cruzando. Es como jugar a la empresaria, como si cargaras el portafolio de tu padre y te embarraras el labial de tu madre. ¡Ja!, si no estás tan lejos… hasta tienes que pedirle la ropa prestada a tu madre, porque no tienes aún ni una garra decente que ponerte, de acuerdo a la política de vestimenta.

Levanta la vista del cubículo. A ver si dejas de faltar tanto por tus muelas de juicio y tu rinolaringitisnosequepitos, y tus achaques que arruinan esta buena racha descomunal. Porque, a quién vamos a hacer güey, a ti eso de tener buena suerte te llega como los años bisiestos. A ver si te tragas el méndigo pastillero de una vez y te alivias, que tienes un mes de trabajos atrasados, dos semanas de rezago en tu puesto ficticio soñado, y un señorito programador que espera poder abrazarte como se debe cuando regrese de trepar su cerro.

Mientras tú… uff, mientras tú juegas a la mujer ocupada, tardas dos horas en lograr pintarte las uñas sin salirte de la rayita, te das unos cuantos tijerazos una vez más, te acomodas el saco, hojeas tu libreta estilo Hemingway que tanto ansiabas poder estrenar, y te lanzas al ruedo de las softnews como si realmente fueras la quinta maravilla… y apenas una nota te han publicado, pero si hasta quisieras enmarcarla junto a los diplomas de poesía de los noventa, que quién sabe por qué diablos tu madre no ha tirado de una buena vez.

Levántate. Ponte esos tacones. Sonríe... sí, sonríe, reverenda obtusa; tienes un cuarto de pie adentro del lugar que tanto sueñas por pertenecer.

lunes, 25 de octubre de 2010

Quiero, quiero, quiero

DISCLAIMER: la primera versión de esto tenía un tono muy distinto. Pero ya me pusieron de buenas, pues’n… :)
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Quiero encontrar el tapete frontal perdido de mi coche destartalado. Quiero volver a comer como la gente normal, y no seguir refugiándome en el bote de nieve bajo en calorías a horas non sanctas de la noche. Quiero dejar mi adicción a las tijeras (y mi tía quiere que ya no deje mechones de pelo en el lavabo), dejar la desidia y parchar esas llantas para ir a pedalear por la Vía RecreActiva.

Quiero volver a tenerle amor a mi sacrosanto tiempo de meditación sudorosa en el gimnasio. Volver a sentir la satisfacción de haber escrito una canción apachurradora de ánimos, volver a reír sin comprimidos, y llorar a gusto y con el diván a distancia. Quiero reportear como desaforada y escribir softnews delirantes, porque estoy plenamente convencida de que la literatura de baño nos sacará de la miseria nacional. Quiero un corcho personal en mi escritorio para llenarlo de tonterías sentimentales que indican que un puesto de trabajo es tuyo, tuyo, todo tuyo (aunque ni lo es, querida ilusa), y quiero el delicioso movimiento de mi mano temblorosa, aferrada a la grabadora que registra chaquetas mentales de un rockstar de cochera.

Quiero dejarme de estupideces mentales, existenciales y preconcebidas, para poder abrazarte a medio pasillo y besarte a media calle. Quiero más reuniones post-clase y pláticas triviales en el estacionamiento, antes del odioso momento de tener que bajarme de tu coche. Quiero flores y velas (citando a Feri, of all people), que me sorprendas, me quites la paz y el hambre (esa urge), quitarte yo el sueño todas las noches y llenar tu mente de esas canciones que, como buena currrrrsi closetera, elijo los viernes para ti.

Quiero dejar de decirte cosas hirientes para tapar mi vulnerabilidad. Quiero más películas del cineforo, libros, post-its, mensajes de texto y café en cantidades peligrosas. Quiero que vuelvas a limitarte a contemplarme, que nadie te lo ha prohibido. Que me tomes de la mano en la calle y vuelvas a detenerme a medio paso como lo hacías antes. Quiero que sea Chapala todos los días, que llegues a la hora que dices, que no se te olvide abrirme la puerta y que te lleves con mis amigas de una buena vez.

Te quiero conmigo como vengas, como salgas y con todos tus berrinches, tu carácter y tu esnobismo musical impenetrable… y quiero que me quieras contigo con todo y que me fascine la Gaga, se me bote la canica cada tercer día, repita vestidos, olvide la fecha exacta de tu cumpleaños y tenga hora de llegada en mis casas, y, como decía el buen Sabina, lo que yo quiero, muchacho de ojos tristes, mochila Chenson y pelo alborotado (adición nuestra sin permiso del autor, of course), es que mueras por mí.

martes, 19 de octubre de 2010

No mames, güey, no seas culero, güey, vamos por unas chelas, güey

Sentarse en la Plaza de los 50 Años del ITESO es un suplicio para una mujer sin audífonos. Un reverendo suplicio. Invariablemente, hay que compartir la mesa con un ingeniero, que junto con sus compas destruye el lenguaje de Cervantes, recitando las diferentes conjugaciones y derivados de chingar, llamándole güey hasta a su madre, y agregándole el adjetivo pinche a cualquier sustantivo que ose cruzarse por su lengua.

Todos son cabrones, pendejos, putos y viejas rete culeras. Demeritan de maneras impensables su miembro masculino, usándolo como adjetivo, pronombre, adverbio… todo mundo se las croma, pero, bueh, al menos en espíritu, a los pobres.

Todo tiene doble sentido y referencia directa con alguna posición sexual (la cual, de seguro no han probado en su chaqueteada vida).

Hay que soportar sus chistes obscenos que, para colmo, son malos, misóginos, y excedentes de altisonantes. Hay que escuchar con paciencia budista OTRA más de sus pedotas y la pinchi vieja que me agarré, güey. Pueden hablar animadamente por cuarenta y cinco minutos con punto y coma y santo y seña sobre cada detalle inútil de sus crudas y sus coches. Y YA. No hay más. Se despiden cual homies en su barrio, y planean en su apretada agenda OTRA sacrosanta ida por unas chelas.

Los ingenieros del ITESO (no, ya sé, no todos, pero sí más de los necesarios), a falta de léxico, coeficiente y buenas cogidas, arruinan lo sabroso de maldecir. Son un asco con sobrepeso y déficit de sustantivos, que ojalá sean siempre presa de los retenes, los abusos de poder del cuerpo policiaco, y las mujeres apretadas.

viernes, 15 de octubre de 2010

¿Ves? ¿Ves lo que hiciste?

Se me acaban los pretextos para escribir canciones tristes.
Se me acaban las palabras
Los puntos
Las comas
El aire
Los comprimidos, el asco y la euforia artificial.
Se me acaban y es ahí donde empiezas tú y todo lo que me quita el sueño.
Y doy trescientas vueltas en la cama, miro el reloj con religiosidad y cuento horas…
Ya no cuento días.
Que pinche buena suerte.

Y me duele la boca de tanto sonreír.
Me duelen las manos, los oídos, las ganas, me duele el abismo vacío y gélido que está en la palanca de velocidades, el pelo encima de tu nariz, me duele la página 365 de El Manantial, el Espantapájaros 18 de Girondo y los primeros cuatro acordes de Slow Dancing in a Burning Room.
Me duelen las pestañas de obligarlas a no parpadear, porque me pierdo de milésimas de segundo, de milésimas de un gesto y milésimas de tiempo acumulado que no tendré que volver a esperar.
Que pinche buena suerte.

El secreto está seguro.
Sólo tu perra lo sabía todo…
Tú, yo y el pretil de la cocina.
Y la maldita puerta de tu coche.
Y la esquina de Viajes Prego.
Y un cuarto de los cafés de Guadalajara.
Y nadie más.
Creo que también el viene-viene del Rusty, ¿pero qué importa?
El secreto está seguro con él también.
Que pinche buena suerte.

No puedo concentrarme en escribir por encargo.
No puedo comer, no puedo pensar, no puedo hacer más que llenar mi mente de Belle and Sebastian y besos escritos en mi pantalla.
No puedo alegrarme de por fin haber encontrado el vestido perfecto.
De haber hallado unos tacones cómodos para no azotar y un collar cargado y aparatoso como me gusta.
De no parecer ballena jorobada enfundada en un montón de holanes color hueso y zapatos de bola de disco.
No puedo alegrarme porque no estarás aquí para verme.
Que pinche mala suerte.

sábado, 9 de octubre de 2010

Ad Nauseam II

Hay una línea frágil y escurridiza en el agua. En la tormenta interna y el millar de neuronas que luchan, abrazadas al peñasco de la cordura, por mantenerse a flote.

Es tan fácil dejarse ir.

Hay goteras en la esquina derecha del cerebro. Splash. Splash. Drip. Drip. Alguien toca la puerta. Pum. Pum. Ding. Dong. Déjame entrar. Anda. Déjame llevarte conmigo.

Hay un diluvio universal en la orilla del escritorio. El agua me llega a la nariz, pero no me muevo de la silla. La tormenta se vuelve nada si me hundo. Enmudece allá abajo, donde el vacío amortigua los golpes y la luz no deja trazos azules del agua. Donde no veo nada y no oigo nada y soy yo sin nada ni nadie. Donde no soy nadie.

Es tan fácil dejarse hundir.

Fluoxetina y Olanzapina se juegan un chin guas pul por mi cabeza. Quien pierda se quedará con las hojas membretadas, para hacer barquitos que naufraguen en el remolino del excusado. Quien gane descompondrá la báscula, tapará todos los espejos y conseguirá un buen corrector para las ojeras. Me subirá a un par de tacones. Me pintará una sonrisa chueca y me obligará a caminar erguida. Me soplará al oído las frases básicas para mantener una conversación, me hará reír estrepitosamente y me dejará hundirme en las cobijas todas las noches, exhausta, hambrienta, sedada, jodida, para levantarme la mañana siguiente y subirme a otro par de tacones, volver a caminar erguida, volver a sostener conversaciones, volver a reír con descaro, volver al hueco de las sábanas, y volver a salir a la calle, a hacerlo todo, todo, todo una y otra vez, y otra y otra y otra más.

Es tan fácil dejar de fingir.

sábado, 2 de octubre de 2010

Adióoos, chula

A las ocho de la mañana y a media Plaza de la Liberación del Centro Histórico, un hombre me intercepta con la trillada y bien consabida frase de acoso sexual soft-core: “Adióoooos, chula”, seguido de un, “¿por qué tan seria, mamacita? ¿Amaneciste de malas?”. El hombre, que no puedo describir porque procuré no mirarlo, me siguió cinco pasos. No sé por qué temía más, si por mi castidad o por mi computadora colgando de mi hombro.

Al cruzar la calle para tomar Pino Suárez, un hombre, cuyo brazo se desborda de la ventana de su pick-up, me manda un beso tronador y sonríe con satisfacción al ver que lo ignoro.

Al llegar a Independencia, busco el edificio en el que tengo mi cita… y la puerta está después del Registro Civil, en el cual hay (no miento) cinco hombres con playera golpea-esposas leyendo El Tren, recargados en fila india frente a la banqueta. Admito que la Adris ranchera pensó en cambiarse de banqueta… pero no lo hago. Soy una mujer del siglo XXI, con todo el derecho de pavonearse con la frente en alto frente a gañanes con los pozoles de fuera sin recibir un solo ataque, porque soy lo suficientemente tolerante (y estúpida) para alejarme del prejuicio de su facha.

Respiro hondo y cruzo el corredor de linchamiento… no me chiflan, pero siento sus ojos clavados en el espacio entre escote de mi blusa y mi cara, y cuando logro pasar ilesa, volteo para atrás para confirmar que están investigando si traigo la cajuela cargada (thank you, Fergie, por la metáfora corriente).

Saliendo de mi cita, me digo, ¿por qué no? Vamos festejando este pequeñito triunfo de mi vida profesional con un poco de azúcar. Me instalo en una de las mesas fuera del Café Degollado, y pido un americano y un muffin de nuez. Exquisito. Prendo un cigarro, bebo, chismorreo de la plática de un par de burócratas de la mesa de junto, y observo a las personas que pasan frente a mí. Veo mujeres con tacones demasiado altos, que caminan con torpeza, y hombres que van hacia el otro lado y dan un vistazo hacia atrás para verlas. Mi distanciamiento del prejuicio es medianamente correcto; no por tener facha de albañil eres el único que sabe eso de las miradas lascivas… un hombre de traje hablando por celular casi le da tortícolis por seguir la trayectoria de una secretaria con unos pantalones un tanto entallados para su voluptuosa figura.

Estoy a punto de pedir la cuenta, y un vagabundo que pasaba por ahí se acerca a mi mesa y sin mirarme ni decirme nada, acerca la mano y se lleva dos sobres de azúcar. Es el primer hombre de la mañana que no me da miedo, pero el mesero lo corre con violencia e insultos.

“Te asustó el huey, ¿verdad?” La condescendencia me duele en los oídos al escuchar al mesero, mientras le pago la cuenta. Reconozco esa mirada. Toda la mañana me miraron como pedazo de carne, y ahora este tipo de acento raro me ve con burla.

Me dice que es de Montreal, que él ama el Centro Histórico, que ama todos los centros de las ciudades y que no entiende a esas mujeres tapatías fresas que no les gusta caminar por aquí porque les chiflan o les piden dinero.

“Son inofensivos todos”, me dice, “me gusta eso del mexicano, sus peropos.”

No me molesto en corregirle al francocanadiense éste. No le digo que nadie adora esta puta ciudad jodida como yo, ni que una cosa son piropos, y otra muy distinta el acoso. Hay que llamar a las cosas por su nombre.
Porque nunca va a entender. Ni él, ni muchos hombres, ni incluso miles de mujeres. Que es ignorante y tercermundista decir que son ‘inofensivos’ sólo por el hecho de que se quedan en palabras y miradas. No necesitan tocarme para que yo me sienta invadida. No tienen ningún derecho de mirarme y hablarme así. Ni uno solo. Y el primer error de una mujer es ignorarlo, hacer como que no escucha o como que no ve. El segundo es hacer todo lo contrario; hacer una seña, gritar un insulto o cualquier otro tipo de provocación puede ser peligroso.

La única opción es hacerle ver la mierda de ser humano que es, tolerando la ofensa de frente. Al menos para quitarle la satisfacción de que ha cumplido el objetivo de intimidarte.

La próxima vez que un imbécil me grite algo en la calle, lo voy a mirar directamente a los ojos.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

El hubiera (no) existe

En la semana 21 de mi agenda del 2009, en Periférico y López Mateos Sur, en la defensa de una de las pipas de Pemex que transitan por esta ciudad, en el espacio en blanco de una lista de reproducción musical aún sin crear, en el pinche cerro de Tapalpa con el pinche frío y una pinche chamarra que no era mía, en el patio recién llovido de la casa que me ha visto huir y regresar tantas veces a los mismos brazos que nunca se extendieron para alcanzarme, en el asiento trasero de una van del 93, en otra plática inconsecuente sobre Alanis Morissette, en las curvas de la carretera de cuota, entre la borrachera con palabras de demás y el café en cama del día siguiente, en un silencio incómodo frente a platos sin lavar, en el fondo de una taza vacía de Nescafé Clásico, en las cenizas de la fogata y bajo una manta cutre para resguardarse del frío mientras miramos las estrellas y hablamos de todo y de nada y me pregunto de dónde diablos saliste…

… está el principio del fin del principio de todas mis noches sin dormir.

Y nos preguntamos, sentados en el mismo lugar en el que nos vimos las caras hace siglos y siglos y días y días, antes de que todo esto se volviera tan rebuscado… ¿qué hubiera sido de nosotros si no nos hubiéramos conocido?

Tú habrías sido taxista bicicletero del otro lado del charco. ¿Yo? Hmmm… muchas, muchas cosas. Habría usado todo el verano para terminar ese libro quesque dije que escribiría; habría terminado mi lista de películas por ver, mi pelo habría medido unos cuantos metros más, y probablemente no habría escrito tantas canciones inconclusas.

Sí, tal vez nunca hubiera puesto un pie en un gimnasio, ni hubiera subido kilo y medio por una mísera rebanada de pay de limón aderezada con lágrimas. Hubiera seguido plácidamente mi existencia sin Ayn Rand y nunca le hubiera intentado dar una segunda oportunidad a Belle and Sebastian. No habría acosado a José Emilio Pacheco en la FIL. No suspiraría tanto con John Mayer, y estoy convencida de que dejaría de hacer esa estupidez de dejar que mi parabrisas se atasque de lluvia antes de limpiarlo.

No tomaría café molido. Habría dejado a Benedetti de una buena vez en paz. No escribiría en este espacio tanta cosa tan dramática y sentimentaloide. Seguiría ignorando la mitad norte del mapamundi, y no me habría atrevido a bajar música ilegalmente. Eventualmente, pasado mi drama del año pasado, habría seguido adelante, y me habría topado con un ingeniero industrial del Tec que jamás hubiera oído hablar de Cortázar ni hubiera encontrado divertido limitarse a contemplarme, y le gustase eso de irse formal al trabajo.

Habría llorado menos. Habría sonreído menos. No existirían las "instrucciones para leer un correo electrónico esperado". No vería a las hormigas gigantes con ternura, ni habría escuchado a Elliott Smith. Tampoco habría conocido a una perra sorda y metiche, ni tendría esta fascinación por la pasta carbonara y la media luz. Fumaría más. No se me apachuraría el corazón en la mitad de esta ciudad caótica y desangelada.

Es bueno conocerte. Es bueno saber que existes.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Dices que tienes 20, cuando tienes 23

El autor de trilogías de culto en el geekdom gringo, quesque filósofo y Papa del Discordianismo (agnosticismo?) del siglo 20, Robert Anton Wilson, escribió en 1977 un artículo en el que confesó que el primero en creer en el enigma del 23 (base de su trilogía más famosa, Illuminatus! y paranoia por el resto de su vida), fue el escritor William S. Burroughs.

Resulta que todo todo todo todo tiene que ver con el número 23. Todo lo que sucede en nuestras vidas –las tragedias, los eventos desafortunados y las malas decisiones actorales de Jim Carey– tienen al número 23 o un derivado del mismo. Burroughs le contagió esta paranoia matemática al escritor en 1965, de ahí pa’l real, la cosa se puso seria. Una trilogía, terapia y mucha pérdida abundante de cabello después, Wilson se dio cuenta de la inminente realidad: su vida estaba condicionada por el número serial de doble dígito y premisa de novela de ciencia ficción.

Así que ahora haremos el experimento paranoico à la Agris style:

Papi y mami se casaron a los 23 años (creo) y contribuyeron con 23 cromosomas cada uno para que yo existiera. Iba a ser la tercera, pero terminé siendo la segunda (2 y 3: 23). Nací un 20 de septiembre, pesé dos kilos y medio, pero por la sabanita cursi patrocinada por el hospital, agreguémosle 500 gramos más (20+2.5+0.5=23).

A los tres años perdí un diente de leche en un madrazo contra la escalera de 20 escalones de mi casa nueva (3+20=23). Mi madre me bordó 25 vestidos ampones, pero sólo existe un récord fotográfico de 23 (and counting). El 7 de julio de 1997 (23 años después del nacimiento de Kate Moss… que no sé qué pitos tiene qué ver conmigo, pero pues así fue) tuve un accidente automovilístico en el que perdí aún más dientes; actualmente sólo cuento con 23 piezas en mi cavidad dental, más una muela de juicio a medias… así que esa no cuenta.

El 23 de junio de 1970 nació Yann Tiersen, y el de 1914 Pancho Villa le quitó Zacatecas a Huerta. Hace poco conocí a un tipo que tiene 23 años y es fanático de Amelie y las bromas sobre el Bicentenario y Centenario. Mis padres se separaron a los 23 años de casados, mi perra parió trece cachorros a los 23 años perrunos de vida, tengo 23 pares de zapatos, y hoy cumplo 23 años.

Hmmm. La teoría conspiracional del Santo Patrón del Discordianismo no es tan emocionante cuando una lo aplica a su vida. Pero algún toque trágico tenía que meterle al vigésimo tercer aniversario de mi existencia en este mundo. Si no, no sería yo.

Buenas noches, y feliz cumpleaños a mí, a dos patadas valer un cuarto de siglo.


Para leer el manifiesto paranoico (y algo divertido) de Robert Anton Wilson, pinche con su cursor aquí.

lunes, 13 de septiembre de 2010

… So mothers, be good to your daughters too

Lorenza mira a la ventana mientras se avienta un monólogo revelador. Aspira de su Farito sin filtro, apretando la punta con sus uñas color mamey. Ni en las desgracias pierde su pose de drama queen desparpajada; el rímel corrido le alcanza las comisuras de la boca, pero ni se inmuta, orgullosa de sus propias lágrimas. No hay nada más satisfactorio que llorar por una buena razón. Ella, que siempre lo hace por nada.

-No importa lo pródiga que seas –dice entre carcajadas atragantadas de agua salada–; lo ingrata, desconectada, huérfana y puta que te vuelvas. En el fondo, todas, todas, todas no somos más que viles hijas de nuestras madres. Míranos: somos el destajo de sus neurosis y sus traumas; los cuales, por supuesto, vienen de sus propias madres.

Ana se limita a escucharla. Alza la mano para pedirle un toque, y aspira tabaco corriente con dificultad. Pero no tose, por respeto al silencio sepulcral de la pausa de Lorenza en su discurso desquebrajado.

-Neta, míranos –Lorenza continúa, aún con los ojos húmedos clavados en la ventana–. Nunca vamos a salir del círculo. Por los siglos de los siglos, seremos portadoras y otorgadoras de traumas femeninos… a menos que logremos parir puros hombres, seamos lesbianas, abstemias o estériles.

-Siempre puede intentarse romper el patrón…
-Ni madres, jamás. Es imposible.

Otra pausa para darle la última calada al Farito agonizante. El humo espeso empaña la división minúscula entre las dos. Ana toma la bachicha de la mano temblorosa de Lorenza y la aplasta en el cenicero, mientras que Lorenza toma distraídamente otro cigarro de la bolsa de su chamarra.

En circunstancias normales, Ana haría un comentario al respecto de lo dañino que es prender uno detrás de otro, pero decide omitirlo. Sonar maternal en estos momentos no es lo más pedagógico. Se calla la boca con el cigarro que Lorenza le ofrece después de haber prendido el suyo.

Ambas expulsan humo de sus bocas. El cuarto se hace más pequeño y sofocado. Alguien tiene que decir algo. Pronto.

-Nunca podrás huir de tu madre –vuelve Lorenza a su discurso parricida–. Neta, Ana, te lo digo yo que hasta he puesto tres pinches estados y carreteras de cuota de por medio. De nada sirve…
Puedes esconderte en una cueva en el Himalaya o en esta pinche Tapatilandia jodida, a cientos de kilómetros de sus quejumbrosidades… pero su voz provinciana te va a asaltar en los peores momentos. Te digo, creer escuchar a tu madre es la esquizofrenia más socialmente aceptada…
Cada vez que muerdo una galleta entre comidas o tomo mi maldita cápsula bicolor porque no puedo procesar emociones de una manera normal; cuando se me cae el pelo por pasar más de lo necesario boca abajo y frente al excusado, cuando lloro a lo estúpido por las noches como ella lo hacía, la muy mártir… ahí la escucho: ‘Lorenza, hoy no puedo hacer de comer, no, no pude limpiar la casa, no me siento con ánimos de nada… préndeme un cigarro y cierra la puerta cuando te salgas. No, Lorenza, no uses falda, tus piernas están muy anchitas. Gordita, ¿ya viste? Esos jeans no te quedaban tan apretados el mes pasado... No, no alcanzo a ir a tu recital, tengo una conferencia de autoayuda… a ver, sume la panza, enderézate. ¿Vas a salir vestida así? Ay gordita, voy a ir a otro retiro de una semana, tuve una crisis muy fuerte y necesito pensar en mi’.

Lorenza se suena la nariz con la manga de su chamarra. Voltea por fin hacia Ana mientras le da el golpe a su cigarro. Sus uñas mamey brillan en contraste con la palidez de su rostro exprimido por el llanto. Sonríe.

-Pero por fin lo entiendo; es inútil. He dedicado seis años a ser todo menos mi madre. Y no voy a llegar a ningún lado. Luchar contra ella es, en realidad, luchar contra mí. Yo soy mi madre. Ella y todos sus traumas.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Amor en los tiempos del iPod

For me, if we’re talking about romance, cassettes wipe the floor with PM3s. This has nothing to do with superstition, or nostalgia. MP3s buzz straight to your brain. That’s part of what I love about them. But the rhythm of the mix tape is the rhythm of romance, the analog hum of a physical connection between two sloppy, human bodies.

-Rob Sheffield, Love is a Mixtape


La radiografía de nuestras vidas está en todas las listas de reproducción musical. En los mixtapes jodidos que hicimos en preparatoria, en los cassettes olvidados de artistas poperos y melosos de los noventa… en la torre olvidada de discos y la capitalista carátula de un iPod.

Nuestra música es tan personal como las canciones que nos avergüenzan y sólo escuchamos en la seguridad de nuestros audífonos; tan pretenciosa como el long play de The Beatles que colgamos en nuestro cuarto y nunca hemos escuchado en nuestra puta vida; tan dolida como las canciones que tenemos que quitar del radio para no deshacernos en lágrimas tontas; tan predecible como la playlist que pones todas las mañanas camino al trabajo, a la escuela, en el gimnasio… tan espontánea como la bellísima y tontísima felicidad por haber descubierto una nueva banda, y la cursi pregunta de cómo pudiste haber sobrevivido todos estos años de mediocridad musical sin haberla escuchado…

Nunca se está más expuesto que cuando un tercero hurga sin permiso en la biblioteca musical de uno. Nuestra desnudez mide 17 gigabytes y suena a una mezcla aleatoria de sonsonetes que abarcan más décadas que las que uno ha vivido. Sabe a recuerdos que sólo pueden ser desempolvados por las canciones más inesperadas. Y siempre se siente como si fuera la primera vez; la de-virginización de tus oídos y el destape de tu alma con una canción tan esnobista como un b-side de Radiohead, o tan decadente como la Britney en sus buenos tiempos. Suenan los primeros acordes y ya, así de fácil, nos evidenciamos. Salimos del clóset melómano.

Amo la música. Lo digo sin un solo atisbo de exageración. Llevamos una relación de muchos años, por supuesto inestable, y como todo, tenemos nuestras épocas en las que nos adoramos con locura y desenfreno, y otras en las que la quiero agarrar a madrazos.

No funciono sin ella. Dejo que me explique, que lleve la conversación por mí; que me ningunee, que me grite, me deprima y me haga llorar; que me ponga de buenas y me obligue a hacer cosas tan impensables como bailar con mis dos pies izquierdos (el alcohol da el último empujoncito, pero ni le digo, porque se me pone celosa); no me pide que la entienda todo el tiempo, se aguanta cuando la juzgo y todavía tiene la ocurrencia de ponerle chispa a la relación y sorprenderme de vez en cuando. Está en todos los aspectos de mi vida, y es referente omnipresente mi archivo mental; no hay recuerdo en mi cabeza que no tenga una cancioncita de fondo.

Comer y respirar música tiene sus consecuencias desastrosas. Es una montaña rusa, como el efecto que quieres darle a tu mixtape, para que la experiencia musical sea llevadera… y terminas haciendo un aleatorio terrible y tropezado. No, amar la música no es tan glamoroso todo el tiempo.

Implica regresar a cada rato a etapas que uno quisiera borrar, y cada vez que escuches a Sugar Ray antes del sobrepeso de Mark McGrath vuelvas a tener trece años, traigas otra vez esa horrorosa blusa negra de mangas acampanadas que te prestó tu prima, tu planchado disparejo, y estés una vez más en la barra de refrescos de la tardeada de tu escuela católica, suspirando por un puberto del colegio de hombres de la esquina que te ubica como la Daria de la generación…

O, pasados los años de tu lastre social, estés en una reunión de comunicólogos mamertos, que recitan frases de Foucault que leyeron en Selecciones, escuches a la señorita Gaga en las bocinas, y seas la única que comete el faux pas intelectual de cantar con la mano hecha puño (la batiseñal del micrófono).

Implica que cada vez que escuches una canción que te mata y enloquece, escupas un “me encanta esta canción” innecesario, y no puedas concentrarte en la conversación con el individuo frente a ti, por tararear la canción en tu cabeza; y sabes que puedes escucharla mil veces más en otra ocasión, que en ese momento es más importante sonreírle al imberbe que tienes en frente y que te dará ride de regreso a tu casa… pero es imposible. Es más fuerte que tú. TIENES que tararearla como zombie y menear la cabeza en señal de aprobación, para despistar al del enfrente.

Implica que, en tus momentos depresivos, no puedas ni sintonizar Millenium Bella Música (105.1 FM), porque hasta la pinche bagatela de Beethoven te recuerda al incompetente al que le dedicas tu deshidratación lagrimal. Y los violincitos te apachurran el espíritu, y, oh, maldito seas, Yo-Yo Ma, porque el día que conociste a ese gaznápiro obtuso que te rompió el corazón, venías escuchando al taka taka virtuoso. Y vetes canciones que amas, borres listas de reproducción y escondas en los rincones de tu cuarto esos mixtapes horrorosos con canciones que probablemente era dedicadas para ti, pero ahora suenan a marcha fúnebre.

Implica que relaciones todos los eventos triviales e inútiles con lanzamientos internacionales de álbumes, reseñas, muertes y suicidios. Y recuerdes que el día que murió Michael Jackson tú ibas en el coche de la mano de un programador, o que el mundo se convirtió en un lugar mejor cuando Adele decidió aceptar su sobrepeso, dejar a su novio alcohólico y sacar ese maravilloso álbum… que la primera vez que escuchaste a Esperanza Spalding en la radio fue el día en el que se te rompió el tacón frente a la Catedral como castigo divino por haberle negado una cooperación a una misionera enfadosa, y que Lhasa de Sela sacó su hermosísimo álbum La Llorona el mismo año que tú perdiste tus dientes en un accidente.

Implica hacer un esfuerzo monumental para reconciliarte con una canción. Porque hacer paz con ella es hacer paz con lo que menos aprecias de ti: tu excesiva vulnerabilidad. Sabes que tu salud emocional corre al ritmo apachurrado de un Jay Jay Johanson drogado, o el sampleo asqueroso de un gritito perdido de Mademoiselle Dion echando sus vibrattos en It’s All Coming Back To Me Now (y hasta te dan ganas de ponerte ese camisón largo y correr por los pasillos como en su video)… como las palabras que se te atoran en la garganta, y las intercambias por rimas cursis que alguien más escribió, pero parece que se las hubieses dictado letra por letra (gracias, Martha Wainwright, por haber escrito Bloody Motherfucking Asshole… era justo lo que quería decir…).

Amo la música en el paquete que venga. Me deshago de ternura con los cassettes con canciones grabadas de la radio que quedaron atorados en mi grabadora de la infancia, me doy pena cuando encuentro arrumbados mis CD’s vergonzosos de mi época de punk barato, y me enorgullezco de seguir haciendo excursión especial a Mixup a comprar discos de música clásica a precios estúpidamente baratos. Porque la devoción a este arte es independiente de las nuevas tecnologías, la piratería o los reproductores de mp3 con más aplicaciones de las que puedo aprender a usar…

Amo la música, más allá de cualquier etiqueta esnobista. El respeto a lista de reproducción ajena es la paz. Más allá del inexistente género musical ‘indie’, de la programación pitera de Exa FM y la asquerosidad de ser humano que es Oliveros con su Coup D’Etat. Más allá de las malas pero bien intencionadas habilidades de locución del tipo de Rutas Alternas, o la terrible traducción de canciones que hace el fulanito de Leyendas del Rock. Más allá de escuchar a vejestorios como Joni Mitchell, o aceptar que escuchas pop en español cuando nadie te está viendo.

Amo la música, con todo lo trágico, geek y nostálgico que ello conlleva. Una desgracia sin violincitos no sabe igual de amarga. Y una victoria sin el sonsonete de U2 con alguna chaqueta mental como Beautiful Day no tiene el mismo sabor.

Buen día, melómanos.

viernes, 20 de agosto de 2010

Porque hablarse en segunda persona es terapéutico

Para Ángela, por su milagro en clase de Introducción a la Profesión

Mira que eres curiosa. Las cosas que tienes que arruinar para darte cuenta que es tiempo de seguir adelante.

Te quisiste esconder en la biblioteca de la universidad como lo hacías antes, pero, oh sorpresa, ya no te funciona. La solemnidad de libros cerrados y el olor a polvo no te reconforta más. Te diste un break de la comida y te protegiste en tus audífonos para no pensar; incluso olvidaste las buenas maneras y evitaste a gente que sabías que te pediría cuentas.

Pensaste y repensaste y re-repensaste ad nauseam. Consultaste con cuanto cristiano te topabas en los pasillos qué diablos hacer con esta coyuntura emocional, porque, hay que admitirlo, eres brillante para unas cuantas cosas… pero para las relaciones humanas eres re’ pendeja.

Y al final, tu epifanía te la encontraste ayer en un salón asfixiante de clase de 4 de la tarde, con tu heroína colombiana Miss Godoy y sus ‘vainas’ y elocuencias verbales exquisitas. Es tan sencillo…

Tu pasión, querida tronca emocional, ¿cuál es tu pasión?

Corres al estacionamiento de la universidad, te subes al coche, prendes la radio, y crees escuchar en la voz de Noel Gallagher “you know that it’s time to wake up, wake up” (sabes que la canción no va así, pero esta fe de erratas es perfecta para tu revelación cósmica de pacotilla).

Y despiertas en tu amada Avenida López Mateos, y te das cuenta de tu estómago vacío, tu desmadre de papeles en el asiento, tus uñas mal cortadas, tu expresión facial descompuesta… y tienes hambre, sí, por fin tienes un chingo de hambre; y tu cabeza empieza a carburar y enlistar todos los pendientes con tu vieja meticulosidad histérica. Y puedes recordar todas las otras cosas que te apasionan, por las que también te desvives y te emocionas como quinceañera vestida de colores pastel. Tus otros planes, tus otras metas.

Y hoy vuelves a levantar la cara y avientas sarcasmos de defensa personal, buscas qué libro leer, sacas tu pobre guitarra arrumbada, vuelves a llenar tu agenda, a preocuparte por el poco tiempo que tienes para hacer las cosas y a comprar comida chatarra en la cafetería, con tu habitual complejo de culpa intrascendente. Vuelves a mirar tus tacones arrumbados y piensas, chingue su madre, ahora me los pongo y les doy el valor superficial que les corresponde; ya no son el símbolo de mi vida de periodista en pausa… son unos pinches tacones bien altos que a ver si no azoto con ellos hoy en la noche.

Oh, Adris, you´re back.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Aftermath

Siete días después del inicio de tu enésima crisis existencial te das cuenta. Oh, que bíblica te estás poniendo con las fechas. Pero es cierto, lo sabes y lo sientes en tu estómago que no ha podido digerir sólidos desde el domingo.

Lo sabes. Es tiempo de darte cuenta que estás actuando como tonta, y ya va siendo hora de que madures.

Y sí, madurar apesta. Madurar implica dejar de aferrarse a la caja de Kleenex y el pretexto de quedarse en cama porque el pinche mundo se le cae a uno encima. No, nada se está cayendo, sólo tus ánimos, y un poco de aguas pluviales en Tapatilandia, por aquello de los temporales de agosto y septiembre.

Pero sabes que es hora de hacerlo, de dejar de creer que la traslación depende de tus cambios de humor, y que los dioses conspiran en tu contra para que llueva todas las tardes. No te dieron el trabajo que querías desde que tenías dieciséis años, y llorando por él no vas a conseguir nada.
Y voilà, te levantaste hoy y te diste cuenta que por haber gastado estos días en sentir lástima por ti innecesariamente, ha arruinado un día que habías esperado, por el que habías desmembrado calendarios y agendas.

Adris, sabes que la cagaste.

Sabes que haber bromeado con tu desempleo el viernes no es haber llegado a la quinta etapa de superación. Que el sábado te viste como una caprichuda por amarrarte a tu cobija y encerrarte en tu cuarto. Que para el domingo seguía quebrándosete la voz cuando tenías que contar lo que habías hecho el verano. Y, reverenda estúpida, que el lunes no abrazaste a ese que habías esperado tantos meses como Penélope región 4 y ni le dijiste ese speech que habías preparado toda la mañana por cobarde, y te saliste del coche así, como si nada; y todo por tu maldito afán de sentir lástima por ti.

Y el martes no le retiraste la mirada a tu celular. Y hoy no dejas de repasar uno por uno todos los detalles en los que metiste la pata.
Y mañana…

No. Mañana no. Hoy, hoy te levantas, te lavas la cara, te pones el maldito rímel, y más te vale que sonrías y tomes ese plan B: seguir viviendo. Y seguir viviendo no es deambular por los días con la misma cara de sufrida. Es hacer que las cosas sucedan.

Sí, la cagaste. Ahora lo arreglas.

viernes, 13 de agosto de 2010

Plan B

Para Jaime, que tenía razón.


“Ok girls, open your journals… yes, yes, we’re going to write a lot today, so don’t even bother to complain. Miss González, I heard that; if you keep up with that language, I’m going to have to send you to the coordinator’s office…”

Miss Susan mastica su ingles británico en un salón de pubertas de colegio privado. Camina entre los pasillos, empuja con el pie las mochilas de carrito que varias de las susodichas, les pica en la espalda con la pluma para que se enderecen, y con sus ojos azul rey revisa meticulosamente que todas ellas tengan su cuaderno forrado de rojo sobre sus escritorios.

En la esquina del salón está la única que incluso lo tiene abierto y con la fecha escrita. Ella tiene once años y usa un paladar con dientes falsos pegados; tiene lentes redondos y un poco grandes para su cara, y todas las mañanas sufre para cerrarse el cierre del jumper. En el fondo, le gusta estudiar, pero jamás lo admitiría en voz alta. Ya tiene la edad suficiente para saber lo que significa suicidio social, gracias a su única amiga, una mocosa lista, más viva que ella, y con mucho más carácter.

La clase de Grammar es su parte favorita del día, pero no por las reglas gramaticales y la lista interminable de combinaciones con preposiciones (y le encantan, aunque tampoco lo admitiría)… sino por la parte final y más cursi de la asignatura: Journal.

Es un ejercicio simple y tedioso para el resto de las compañeras, que prefieren sacarle punta a sus colores de Hello Kitty, acomodar su estuche de Badtz Maru setecientas veces al día, y hablar de los niños del colegio católico varonil de la esquina de la calle mientras, clandestinamente, mastican chicle en el baño.

Pero no para ella. Esta ñoña de dientes falsos y 9.6 de promedio se emociona de llenar páginas en su cuaderno italiano con portada de Peanuts. Le gustaría que los temas fueran libres, pero se atiene a las indicaciones de Miss Susan como la buena niña aburrida que es.

“Please write down the date, and the following title: ‘When I’m 21, I will…’ Now, complete the sentence with at least three life projects. You have 15 minutes.”

Ella saca sus plumas de gel de diferentes colores, marca viñetas en forma de estrellas, y escribe una lista de hoja y media, alternando las plumas por gamas de colores. Subraya con tinta verde cinco frases de su lista, las que ella considera las más importantes.

I will study literature at Harvard (sí, escribió eso)
I will be popular and have many friends
I will have a good-looking boyfriend
I will be a journalist and publish a book
I will live in France (supongo que la niña no estaba enterada de que Harvard NO está en el continente europeo)

Esa niña de lentes redondos se encuentra una mañana, doce años después, con ojeras del tamaño de una pelota de tenis y los ojos hinchados. Al parecer sí es posible llorar por horas, claro está, con intervalos de descanso.

Ya tiene sus propios dientes de porcelana, y las dietas y unos cuantos encontronazos con el excusado en su adolescencia la han dejado con un peso más o menos socialmente aceptado. No es precisamente el alma de la fiesta, pero la gente no la considera aburrida. No, no estudia en Harvard, tampoco literatura. No ha publicado ni siquiera un aviso de ocasión, Francia es sólo un llaverito de souvenir en su corcho, y fue descartada de un puesto por ser todavía una estudiante de una carrera que ya no le convence (al parecer, no existe eso de ser reportera de medio tiempo). Good-looking boyfriend? Let’s not go there.

Ella está a dos patadas de llegar al cuarto de siglo, y se da cuenta de que su yo de once años le escupiría en la cara ahora mismo. Desempleada, sin análisis semiótico de Cervantes, ni Café au lait en Montmatre, ni firma de libros, ni Ivy League, ni foto estelar en revista de sociales, ni viajes de corresponsal, ni modelo de ropa interior de Fruit Of The Loom.

Ella se seca las lágrimas e intenta reírse. ¿Qué pitos va a saber una mocosa de once años de la vida veinteañera? ¿Qué pitos va a saber de reacomodar estándares, de tolerancia a la frustración, de crisis existenciales y de haber invertido siete meses en un proyecto que fue directo a la basura antes de ser empezado? ¿Qué va a saber ella de días como este, en los que una no se quiere ni levantar de la cama, y por primera vez en meses no sabe por qué diablos está luchando ahora?

¿Qué va a saber ella del nudo en el estómago, en la garganta y en el alma, por no haber pensado en la remotísima posibilidad de que las cosas no salieran como ella planeaba?

Esa puberta debió haberse dejado de pendejadas y haber escrito en su fucking journal ese plan B, y Miss Susan, la english bitch esa, no debió haberle parecido tierno que su alumna hubiera escrito esas barbaridades tan ilusas. Debió haberle enseñado en ese mismo instante la cruda realidad, haberle puesto su primer 7 en su vida, y llevarla con la psicóloga del colegio… auxilio, la mocosa ni sabe de geografía ni de bajar estándares.

Ella sigue llorando todo el día, pensando en qué pitos sigue, cuando ya se veía con un gafete con su nombre, lista para recorrer las calles de Tapatilandia, que aprendió a vestirse como adultito, y hasta había comprado un paquete de libretas Moleskine al mero estilo Hemingway.

Ella se pregunta cuál es ahora ese plan B. Y cómo va a recuperar el dinero que invirtió en esos pinches tacones.

jueves, 12 de agosto de 2010

Boarding time: 13 05 hrs

Un día antes de lo previsto. Porque me encanta echarle peligro.
Escrito el 11.08.10. Aeropuerto Paris, Charles de Gaulle. Terminal 2E.
Tiempo de conexión: 4 horas con 15 minutos.
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[…] Eso es la utilería del sueño y como siempre al despertar las imágenes se deslíen y solamente quedas vos de este lado, vos que no sos un sueño, que me has estado esperando en tantos sueños pero como quien se cita en un lugar neutral, una estación o un café, la otra utilería que olvidamos apenas se echa a andar.
-Julio Cortázar

Las salas de espera de aeropuerto son la cosa más parecida a un paréntesis. Un paréntesis cóncavo, de metal forjado, con vista panorámica a la infinidad de posibilidades allá arriba, en el tráfico aéreo, a horas de distancia. Uno se enfrenta al tedio, armado de equipaje de mano y el boleto de avión. Se sienta en una de las pinchimil sillas y observa el vaivén de maletas como si fuera ballet folclórico. Paga un café por el triple de su precio, bobea en los escaparates de bolsas estúpidamente caras, mira a extraños sin pudor alguno… y todo, todo lo que hace tiene un solo motivo: matar el tiempo establecido antes del horario de abordar.

Es un poco irónico que, dado mi historial de animadversión con la espera, ame las terminales. Pero es verdad. Las amo. No existe para mí un momento más pacífico que el de estar rodeada de un montón de gente de quién sabe dónde, la cual no volveré a ver jamás en mi vida. Esta bola de desconocidos, cautivos de un reloj y de las voces en las bocinas que hablan tres idiomas, de los cuales ninguno es el tuyo.

Todos tenemos un lugar al que vamos. Todos estamos de paso, pero nadie se va aún. Es el empujoncito para abordar hacia un lugar desconocido, y la prolongación del vacío en el estómago para los que van de regreso.

La arquitectura impersonal es lo más cálido de todo. No puedes salir de ahí, hay seguridad de un lado, y puertas de abordar en otro. Eres el jamón del sándwich formulista de los viajes, y no hay marcha atrás; pero aún no es tiempo de ir más adelante. No queda nada qué hacer, sólo esperar, y matar el tiempo de la manera que a cada uno más le convenga.

Esa pequeña libertad de gastar el tiempo siempre me pone nostálgica. Ya sabes, mi sentimiento torturador favorito. Estaba yo muy puesta, con audífonos a todo volumen y la lista de reproducción perfecta. Y se me acabó la pila. Ya había hojeado todas las revistas gratuitas (merci, AirFrance), y mi libro lo había dejado en la maleta. Así que me paré a deambular por los pasillos, a escuchar conversaciones ajenas y tal vez ir por el segundo café.

Creí haberte visto en tres salas de espera. No eras tú, pero los seguí a todos cual acosadora incidental. No había nada que hacer, y, a quién vamos a engañar, es lo más cerca que voy a estar de ti… en la forma de tres desconocidos que tenían tu pelo, o tu nariz, o tu espalda.

Me gusta pensar que pudiste haber estado aquí. Que existes en cualquier lugar, y no me sirve de nada; que no queda ni un recuerdo que rascar de las paredes de la memoria, y todo ha valido la pena.

O nada lo ha valido, y ahí está el interludio que tanto estaba esperando.

¿Dónde estás?, me pregunté estos días. ¿Dónde estás?

Dejé la pregunta escrita en todos los memos de los hoteles, en el papel de los baños públicos de la carretera, en la bolsa de mareo del asiento del vuelo AF 4899, en las etiquetas de la maleta que nunca llegó a mi conexión... En lugares de paso en los que uno nunca espera recibir respuesta. Los lugares a los que sé que jamás volveré, en los que no vas a estar. En los que nunca te voy a encontrar.

Sí, las salas de espera me ponen nostálgica. Pero pierde cuidado. Me permití cuatro horas, sólo cuatro, de debilidad. Es la belleza de estos paréntesis: no cuentan, y además con el cambio de zona horaria se borran automáticamente del día.

Me siento segura encerrada en las cajitas estas, rodeadas de detectores de metal y oficiales de migración, adornadas con tiendas inútiles y revistas de todas partes del mundo. Porque hay ni pa´ tras ni pa’ delante. No hay nada; no está aún, o ya pasó. Es un presente eterno y lleno de extraños. Estoy protegida de mí misma y de lo que me espera del otro lado del cristal y del planeta. Nada existe. Sólo este montón de gente, igual de suspendida que yo. El cochinero que dejé me espera en otro paralelo, con otra hora y otro clima.

Ésta es la antesala del resto de mi vida. De la cual ya me empezaré a preocupar cuando aborde.

Pero aún no.

miércoles, 28 de julio de 2010

Loading III...

Por medio de la presente le informo que los choros mareadores/ estornudos mentales de Adris serán pospuestos hasta el viernes 13 de agosto. Pa' ponernos turbios con la fecha, pues'n.

Disculpe usté las inconveniencias que esto ocasionan.

miércoles, 14 de julio de 2010

Fashionably late, my ass

Para Aito, que me metió la puntualidad a coscorrones.


Ya no te espero
Ya es el tiempo que fascina
Ya es bendición que camina
A manos del desespero
-Silvio, of course


En esta ciudad de climas bochornosos, viaductos fallidos y relojes sin sincronizar, todo mundo llega tarde. Así las cosas. Uno planea un evento, una cita, un café, y ya sabe de antemano que la gente llegará media hora después de lo estipulado; así que “le gana tiempo al tiempo”, y recorre horarios, asumiendo que todo mundo maneja su relatividad tan tropezada del tiempo.

Es el modus vivendi tercermundista: Fulano dice “llego a las 8:00, 8:30”, y Mengano, automáticamente y por consenso, entiende y espera que Fulano llegue a las 9:00. Así que Mengano llega a las 9:30… insisto, para ganarle tiempo al tiempo y no esperar. Y ni con eso, porque Fulano aún no llega.

Rebuscado o no, la gente se entiende en ese lenguaje; el de los impuntuales. Este gremio usa el reloj de pulsera como mero accesorio, indistinto de un anillo o un par de calcetines. Reza cual mantra la frase milenaria “más vale tarde que nunca”, y se excusa en los elementos folclóricos de esta pobre ciudad malhecha: los baches, la lluvia, López Mateos sin viaducto, el semáforo descompuesto de Federalismo, otra marcha gay en el camino, no pasaba mi camión, se me desarmó la bicicleta entera a medio rodeo de La Minerva, se inundó otra vez el túnel de Hidalgo por culpa de los homlessitos que tiran su basura en las cloacas aunque el H. Municipio dizque lo limpió hace dos semanas, la estúpida construcción del estúpido puente atirantado del estúpido Gobernador…

Ah, la lista inacabable de los imprevistos. Que, no lo dudo, son ciertos y son reales. Tapatilandia, mi pobre y húmeda ciudad, no está diseñada para fomentar la puntualidad. Pero no es excusa. Dichos imprevistos no se le pueden perdonar a alguien que lleva más de 5 años viviendo en esta ciudad y sabe de qué peca más.

Los impuntuales están en un lugar muy especial de mi lista de cosas que me desesperan. Hay que retrasar nuestra vida como una media hora para estar al corriente con ellos. Hay que aficionarnos a las revistas médicas y tolerar la segunda vuelta del disco de Alejandro Fernández en las bocinas de la secretaria. Hay que habituarnos a la idea de que van a pisotear nuestro tiempo, y respirar hondo, muy hondo, implorando a Buda por paciencia.

Más vale tarde que nunca, dicen estas personitas al llegar. Se sientan en la mesa con una frescura y un descaro… ignoran cómo se te acalambraron los dedos por tamborilearlos en la mesa, ignoran los tres vasos que tienes vacíos frente a ti y la cantidad de servilletas con las que entrenaste tus conocimientos de papiroflexia. Hay un zoológico de origami en sus narices, y ellos ni atisban un intento de disculpa honesta.

Es por eso que odiamos la impuntualidad (los que la odiamos, pues; que, por lo visto, no han de ser muchos); por el calvario que es eso de estar esperando.

No me importa lo que digan los teóricos. Bauhman, Baudrillard, todos esos que condenan la impaciencia de las nuevas generaciones, amantes del fast-food y la liquidez efímera de nuestras propias pasiones; desesperarse porque alguien no llega es un síntoma before Jesus Christ. No es nuevo, ni es enfermedad generacional, ni es culpa de las pinchimil nuevas tecnologías de la información, ni hemos descubierto el hilo negro con un nuevo patrón de absorción y compresión de tiempo, ni nada de esas cosas que los comunico-locos escupen por tener algo qué decir.

Jorge Bucay (sí, me da un poquito de pena citarlo) escribió que uno odia esperar por la sensación de estar perdiendo el tiempo. Después agregó unos parrafitos de superación personal, en los que el personaje de su cuasi-novela tiene la epifanía de que no hay mejor manera de invertir el tiempo que en esperar al ser amado.

Seguramente Bucay no ha esperado una hora entera afuera de la Expo Guadalajara, bajo los rayos de sol de las 12 de la tarde y entre una multitud de pubertos ruidosos, a su ser amado, que ni celular tiene pa’ avisar que llegará “un poquito tarde” a su rendezvous con la pendeja ésta que sigue paradota y sudando la gota gorda, ahí, esperándolo.

(Proyección innecesaria, disculpe ud. las molestias)

No, señor Bucay; plagiar libros (o “citarlos indebidamente”, pues, no se me enoje) ha afectado su juicio. Esperar al ser amado impuntual y descortés NO ES una buena manera de invertir el tiempo. Esperar, a quien sea y punto, no es invertir. Es malgastar. Es usar el tiempo, el cual pudo haber sido utilizado en cosas más productivas, en simplemente estar sentado y con los ojos clavados en el reloj.

Como siempre, toooda la culpa la tiene mi padre. Que me enseño a no hacer perder el tiempo a la gente de maneras tan efectivas, que incluso todavía me pongo nerviosa antes de ordenar algo en un restaurante, por miedo a que mi indecisión le cueste al mesero o cajero un minuto de su tiempo. Su sapiencia era precisa y diplomática. “Nunca llegues diez minutos antes”, decía, “eso también es una falta de respeto. Si llegas antes, haz tiempo donde sea, y timbra a los dos minutos de la hora que acordaste”.

No, no tengo el Manual de Carreño tan memorizado como mi padre; pero Alá en Su infinita sabiduría es testigo de que, al menos, lucho todos los días por ser más puntual, y me siento una basura humana cuando no lo soy. Y eso me ha costado varias rabietas, porque el resto del mundo no parece hacerlo conmigo.

He esperado muchas veces. A muchas personas. A todas de distintas maneras, en distintos contextos y en muy variados intervalos de tiempo. Seres amados y no tanto. He perdido reservaciones, apartado lugares en vano, contado días en el calendario, repasado TV y Novelas enteras, leído de pe a pa folletos de osteoporosis y cáncer de próstata, he matado tiempo dándole vueltas a la Minerva (true story), hasta me he sentado en las escaleras de la dulcería del cine, como perro abandonado, con los tickets en la mano veinte minutos después de que empezó la función (pero te perdono, Chio, nos la pasamos bien).

Tengo mis estrategias de espera. Supervivencia 101 Para el que Espera en Lugares Públicos (en privado puedes hacer berrinche a gusto):

-No miro el celular como pretexto para estar viendo algo. No me avergüenza, sí, estoy esperando, una vez es suficiente para saber la hora, mirar la pantalla para “disimular” no deja de evidenciar que estoy sola en un lugar público en el que tal vez es políticamente correcto estar acompañada.

-Marco a los cinco minutos de haber llegado. Para hacer presión, pues, y canalizar positivamente mi frustración. Esperar 15 minutos nunca ha matado a nadie, y no es tan grave… todavía.

-Cargo libros ligeros en la bolsa (prohibidos autores como Ayn Rand o García Márquez, así como ediciones de pasta dura, porque dislocan el hombro); se me pasa el tiempo más rápido, y también sirve para escuchar conversaciones ajenas sin ser muy obvia. Es divertido. Recomiendo con todo el conocimiento de causa escuchar conversaciones ajenas de mujeres de 20 a 30 años en el Café Barra Café y en los Starbucks. Qué cosas...

-Pasados veinte minutos, ordeno de tomar. Generalmente, ver la taza medio vacía hace sentir mal al impuntual. El cenicero con dos colillas también.

-Hago preguntas casuales al mesero. Hablar con ellos alivia la tensión, porque seguido te cuentan anécdotas de otros pobres diablos “que sí dejaron plantados de a deveras”; ah, y cuando éste ve por fin llegar al dichoso impuntual, generalmente hace un comentario al respecto; “Ay, qué bueno que no te dejaron solita”, “¿Ves? Te dije que sí iba a llegar”. Esto también puede hacer sentir mal al imberbe sin noción del tiempo.

-Lleno mi agenda, me leo todo el menú, limpio mi bolsa, maldigo a todos los dioses, pienso en torturas chinas y empalamientos, calibres de pistolas, bats de metal, armas blancas que puedo armar con los utensilios de la mesa, reacomodo los manteles y hago figuras con los sobres de azúcar, alejo el celular al otro extremo, respiro hondo, cuento respiraciones hasta que se vuelven hiperventilación…

Las salas de espera de doctores son otra cosa: es un insulto porque ahí hay dinero de por medio. Son un infierno que acaba hasta con los más pacientes (no pun intended):

-Llevo audífonos para evitar las conversaciones; no tengo ganas de saber cómo está la infección en el u yu yuy de Chuchita, ni de cómo las ronchas de Pedrito se le esparcieron hasta el ya-te-la-you-know, “y el Dr. Rosales lo salvó, Lupe, por ésta te lo juro”. También sirven para bloquear la frecuencia de Amor 93.1 FM que tanto aman las secretarias.

-Mantengo mis manos lejos de cualquier revista médica y cualquier suplemento académico… las salas de espera ameritan lecturas más banales, y se aprecia cualquier Hola, Como y Vanidades que tengan. Es el momento perfecto para llenar mi stock de sabiduría, y enterarme por fin si Belinda le entró acá con Mohamed o nel, apreciar la celulitis de la Princesa Estefanía en sus vacaciones por el Mediterráneo, y “¡las trescientas veinticinco mil posiciones en la cama que lo marearán a él y te dejarán en el hospital a ti!”.

-Evito contacto con las secretarias, todo lo que saben decir es “en un momento te paso”… y su definición de “un momento” es demasiado relativa; he dejado de ir con buenos doctores por hacerme esperar más de una hora, para una consulta de diez minutos. Me importa una pura y dos con sal que sea culpa de los pacientes, no es excusa; mi nutrióloga no atiende a nadie que llegue diez minutos después, para no entorpecer el ritmo de sus citas. ESO es educación.

Se preguntarán ustedes, mis queridos dos lectores y medio, por qué entonces, dado mi amplio currículum de calentar sillas en lugares públicos, no me levanto, tomo mi lectura de baño y me largo, si tanto odio esperar. Por qué no me doy por vencida a los 30 minutos y me retiro con todo y mi dignidad…

No tengo la más remota idea. Supongo que por estúpida. Porque una dice, “¡te estuve esperando como estúpida!”, y no falta el gaznápiro que suelta un “bueno, cada quién espera como quiere”.

Es que no hay otra forma de esperar más que esa. Y no hay otra denominación para quien tira el tiempo tan inútilmente por alguien que no tuvo la consideración con una; que tuvo el cinismo de salir 5 minutos antes de la hora, y llega como si nada.

A veces preferiría que no llegaran.

Porque es horrible cuando el individuo llega y me encuentra, cual Penélope Región 4, hilando como babosa los reclamos que, al final de cuentas, no puedo ni siquiera decir.

Porque me lo merezco. Sí, sí que me lo merezco. Por quedarme esperando. Por tenerle consideración alguien que no cree que valgo la pena como para salirse de donde esté cuarenta minutos antes. Me lo merezco por pensar en tooodas las razones por las cuales detesto que me hagan esto, pero seguir ahí, parada en el tumulto, porque “no vaya a ser que se preocupe de no verme aquí”. Me lo merezco por pensar que, al menos, llegará hincado y pidiendo perdón por su falta, como si yo fuese su Basílica de Zapopan en 12 de octubre…

Y sólo llega, se encoje de hombros, sonríe y dice: “¿Te hice esperar mucho?”.

domingo, 11 de julio de 2010

Patria, esquina con Vallarta

Mira que venir a ponernos al corriente de nuestras vidas en un bar de esos de setecientas cervezas internacionales. Me agarra en curva.

Era un bar al que ya había ido, pero parece que fue en otra vida. Estaba en el piso de abajo, tenía más mesas, más choppers jugando billar, y otro tipo de música explotando las bocinas.

Sí, juro que los choppers vomitarían la música que ponen ahora. ¿Las Simpson? ¿Paris Hilton? ¿En serio se atreven a poner ese disco en este lugar?

-Sí, ha cambiado la música, antes era muy buena –dijo mi acompañante–. ¡Uff, una vez nos tocó toda una noche de puro Dream Theater!

Oh, Jesús del Huerto de las Pitayas. Doy gracias por la Paris, entonces.

Y el quórum. Pff, era mágico. Unos tipos con cachuchas de Ed Hardy con pedrería se sentaron en la mesa de al lado, a unos metros de una parejita de oficinistas. Una mujer voluptuosa tipo National Lampoon llenaba los tarros, mientras que el dueño, un amable Jabba The Hutt güero, nos saludó con cortesía y me pidió mi identificación.

Este cortecito de pelón de hospicio que traigo me quita como tres años, pues. Pero mira que pedírsela a mi acompañante, que tiene más pelo en la cara que un peluche… no hay seriedad.

El realismo mágico de la nueva presentación del bar venía con mesero incluido. El susodicho, ataviado de frac y moñito (han leído bien. MOÑITO), nos informó que la carta “no estaba disponible” en esos momentos, porque habían hecho cambios en los precios, “pero les comento que contamos con más de seiscientas cervezas de más de diez países del mundo”.

No, mijo, pos empiécemelas a dictar.

No contaba con la astucia del mesero. Ha de haber sido el moño.

-Mejor dígame usted qué tipo de cerveza le gusta. ¿Steinbier, Stout, Trapista…?

… ¿EH?

Debo aclarar en este punto que soy vergonzosamente ignorante en cuanto a cervezas extranjeras se refiere. Una vez pregunté si Heidi Montag era una cerveza. Sí, tampoco he visto E! Entertainment últimamente.

Mi acompañante se vio más conocedor que yo. Mucho. O muy bluffero. Él y Mr. Moño entablaron una conversación que a mí me sonaba en chino mandarín. Que si la doble fermentación, que si los chingomil tipos de Ale, que si la base de cebada…

Lo admito, tuve un momento de debilidad. Consideré la posibilidad de pedir una León. Pero la descarté cuando mi acompañante pidió una cerveza rusa. Menudo papelón iba yo a hacer con Mr. Moño y con él. “¿A esto te saco del sur de Zapopan, morra ordinaria?”

Sí, debo de aclarar también que no todos los días se me da eso de la humildad.

Piensa, Adris, piensa. La última vez que había venido a este lugar, mi acompañante había pedido por mí, ¿qué había sido? Pff, fue hace lustros… repasé en mi mente anuncios en Youtube de cervezas extranjeras, pero el nerviosismo bloqueó mi memoria visual. ¿Heineken? Suena más exótico que Corona… Ew, no, Adris, no saques el penacho ahora, no con esta audiencia de pseudo narquillos con gorras pussys.

No había tiempo, Mr. Moño comenzaba a sonreír con condescendencia, mi acompañante estaba a punto de intervenir y pedirme sabrá dios qué, no, Adris, piensa, piensa, ¿qué me dijo mi papá que hiciera en estos casos?...

MTV al rescate. David Lachapelle apareció en la pantalla. Asociación de ideas a velocidad pingüino:

Lachapelle --> Arte y publicidad --> Publicidad = Dos Equis Lager --> ¡ LAGER! (efecto de tintineo de letras)… pero, espera, muy amplio… hmmm… Dos Equis Ámbar = ¡AMBAR! --> Bingo. Too easy.

-¿Qué cervezas ámbar tienes?

Mi sonrisa Colgate brilló más que el neón de la barra. Adris 1-0 Mr. Moño. Igual y había dicho una aberración para los ñoños de la cebada. Igual y me había evidenciado como una morta más que va y pide su XX Ámbar a trece pesos en el Hotel del Parque, con la pantallota proyectando videos de Ritmo Son Latino. Y qué. Adris nunca debe de quedarse sin decir algo. Adris nunca debe de pedir ayuda, porque pedir ayuda es decir que uno no sabe. Y Adris siempre sabe.

Mr. Moño se fue a penales conmigo (excuse ud. la referencia futbolera. Sobreexposición al Mundial, yu nou). Me colocó seis cervezas en la jeta. Ora sí, zapopana, éntrale.

Elegí la de la orilla, después de la mini tregua de Mr. Moño, en la que me explicó quién sabe qué cosa de la textura y los sedimentos y bla, bla, bla. Era irlandesa, al menos recordaba películas en las que los fakin’ irish lads desayunaban con su chela en un pub.

Mr. Moño llegó con los vasos (ahí aprendí que, dependiendo del tipo de cerveza, es el tipo de vaso), un tarrote stalinesco para mi acompañante, y un vasito curveado para mí, con el pilón de un caballito, en el que Mr. Moño vertió los sedimentos de la cerveza, “para que lo deguste”.

Lo degusté, y sabía a relleno de dona. Toda la cerveza sabía a relleno de dona. Digo, no estaba mala, pero no era de mi completo agrado. Pagué como ochenta pesos por un relleno de dona en un tarro prófugo del Tate.

Ah, pero Adris no quiso pedir ayuda. Adris no tuvo la humildad de decirle a Mr. Moño: “¿sabe qué? La neta, la neta, la neta, no sé nada de esto, pero acostumbro a tomar tal tipo de cerveza de tal marca… recomiéndeme algo así”. No, Adris no quiso evidenciar que no lo sabe todo, no quiso admitir que no todo es una competencia.

Tal vez Mr. Moño habría tenido toda la disposición de guiarla a un nuevo conocimiento, y Adris hubiera tenido una fascinante experiencia en el maravilloso bar de choppers con música de nenas. ¡Alcemos nuestros tarros (si la ajustada chamarra de cuero lo permite, claro) y entonemos juntos! "Even though the guys are crazy, even though the stars are blind!" ¡Venga ese headbanging!


MORALEJA: la siguiente vez, yo elijo el lugar. ¡Ja! A ver si tan salsa. Ándale, distíngueme un cabernet de un pinot noir. ¡Tengo el librote ese de El Vino, y un fakin’ diploma de la ECI, lad!

jueves, 1 de julio de 2010

Tantos siglos, tantos mundos, tantos carros...

¿Cuáles son las probabilidades de encontrarse con un amigo, carro a carro, por menos de dos segundos, en el tráfico de las siete de la tarde de López Mateos?

¿Cuál tuvo que ser su velocidad desde Circunvalación hasta Cruz del Sur en el carril izquierdo, para que yo –entrando de la lateral con un tráfico estratosférico y lleno de mamavans, y habiendo elegido el minuto exacto para incorporarme al carril central– haya pasado justo al lado de su coche?

¿Cuántos coches debí haber dejado pasar para que esto sucediera? ¿Si no hubiera dejado a ese viejito del Stratus gris, habría pasado?

¿O si hubiera cambiado de carril, por la desesperación neandertal y tercermundista de creer que la calle es pista de Formula 1?

¿O si el agente vial del Office Depot, inspirado por su nuevo chaleco azul de fondos desviados y mensaje subliminal partidista, hubiera tenido un arranque de legalidad y me hubiera multado por manejar y utilizar el celular sin manos libres?

¿Fue el microuniverso tapatío, la serendipia y mi elección de quedarme unos minutitos más en el baño de la redacción, fumarme sólo medio cigarro en el break, tardarme en enviar mi última nota por una llamada desde Chiapas, caminar más lento por el estacionamiento para no romper mis tacones, tomar dos kilómetros más el carril lateral y cederle el paso a regañadientes al viejo del Stratus lo que nos colocó por escasos segundos lado a lado, separadas apenas por las líneas punteadas que indican, según el manual de vialidad, que es permitido rebasar?

¿Fue todo este día cronometrado y diseñado para colocarme justo en ese pedacito de pavimento, a esa temida hora de conductores desesperados y hambrientos?

¿Cuáles son la probabilidades de que la vida –en medio de una nube de smog, relámpagos, claxons desesperados, editores tiránicos con la ortografía, presiones por terminar 100 páginas y frustraciones existenciales– me haya regalado dos segundos de tregua con una cara conocida y sonriente, sosteniendo otro volante en el carril más lento de López Mateos, cinco minutos antes de que cayera un diluvio universal?

viernes, 25 de junio de 2010

Desde las trincheras...

(... o el remedo de de salón de cómputo en el estacionamiento subterráneo de un periódico quesque renombrado)

Porque en tiempos de guerra, cualquier hoyo es trinchera, aquí está Agris P. Parker, reportándose desde un pedazo de oficina por debajo de Mariano Otero. Aunque el aire acondicionado nos obliga a todos los ocupantes a cargar suéter en verano, el clima gélido del cuarto de 8x8m pinta mejor que el diluvio universal. Nos aguantamos el olor a aceite, el hambre y las ganas de fumar, y con paciencia budista redactamos notas futboleras.

Aquí, resguardaditos del mundo real, quince humanos hechos un revolvedero de nervios comparecemos ante la directora de la sección de Nacional. Los quince comemos y respiramos normas de redacción periodística; hemos hecho del Manual de Estilo de este periódico nuestra lectura de baño, nuestro Corán, nuestro Libro Vaquero, el Padrenuestro de todas las mañanas, el principio y fin de toda nuestra mísera existencia de desempleados peleando por un gafete y estacionamiento techado. Nos brillan los ojitos al ver los escritorios desocupados de allá arriba. Y estamos dispuestos a lo que sea por sentarnos en uno de ellos; lo que SEA. Usar tacones y corbata, leer en la sección de socials cómo las “socialités” tapatiosas disfrutan del fútbol con su Coca de dieta y sus playeras originales, someternos a exámenes de siglas como Canirac, Condusef, y saber quién diablos es el presidente de la AMIA, más recibir día tras día anotaciones en tinta roja en nuestros textos... y en nuestras almas.

Llueve. Para variar, llueve. Hay gente hecha sopa, seis metros más arriba de nosotros, corriendo con sus paraguas rotos. Peatones desamparados, conductores atorados en baches e inundaciones, con la frustración del tiempo perdido, el hambre, la puta soledad, los achaques, el tedio, los descuartizados en Tlajomulco, los corazones rotos disfrazados de caras largas, el granizo en el parabrisas...

...y yo sueño. Sueño con un café decente, recién hecho, con canela y sin residuos de la máquina. Sueño con quitarme los tacones y los aretes, y caminar descalza por la casa, viendo llover con mi lista de reproducción titulada “Concha” y mis lecturas superficiales. Sueño con el viaje a Tapalpa que me fue arrebatado por deberes noticiosos del fin de semana, con el atole calientito que no tomaré y las garnachas de la fonda de Doña Ramona que no probaré. Sueño con su empedrado mojado, su olor a tierra, el silencio ocioso de sus calles por las tardes, las trompetas pueblerinas de las noches en la plaza...

En fin, se entiende la idea. Sueño. Mientras escribo por decimosexta vez una nota roja de un tal fulano Pedrozo que fue atropellado, y cada corrección me tritura más lo poco que queda de mi ego.

sábado, 19 de junio de 2010

8 centímetros extra

Todo mundo, desde Mahoma hasta la monja buena onda de La Novicia Rebelde, pasando por Gandhi, Jesus Christ Superstar y Miley Cirus, la usa. Todos. Es la metáfora por ex-ce-len-cia en cualquier libro de superación personal de Sanborns y calendario de Paulo Coelho. En cualquier canción inspiradora con cellos cursis, ahí está: la montaña. Ah, la bendita montaña. El montón de tierra que simboliza la realización de un esfuerzo para alcanzar una meta.

La vida sin baches, cerros y curvas no es nada. La canija a fuerzas debe joderte con alguna irregularidad geológica para que le sudes, porque hay que hacerla de emoción de vez en cuando. De acuerdo con cualquier ideología religiosa, uno no aprende ni se purifica más que a base de cachiporrazos, rodillas sangradas y niveles estratosféricos de altitud; para que, cuando uno alcance la gloria (la cima del Izta, el final del maratón, la superficie de un bache marca Tapatilandia), pueda valorar más el momento por la sencilla razón de que le costó uno y la mitad del otro llegar hasta ahí.

A mí la vida no me puso ninguna montaña qué escalar. Se vio castigadora y, en vez de montonones de piedras y matorrales, colocó frente a mí algo más aterrador: un par de tacones. Y mi reto no sólo consiste en treparme y mantener el equilibrio una vez allá arriba… además debo andar por la calle encima de ellos.

Tal vez quien lea esto pensará que estoy exagerando. Quien lea esto de seguro no me ha visto caminar en ellos. Soy una desgracia parada en ocho centímetros extra.

Circunstancias profesionales me han llevado a tener que enfrentarme con el demonio que había evitado exitosamente por once años. Once años en los que me burlé de al menos una de tantas prácticas de tortura que se integran al paradigma occidental de lo que es la feminidad. Porque hay que admitirlo: ser mujer duele, literalmente.

Tenemos que arrancar al menos el 80 porciento del vello que cubre nuestro cuerpo cada semana, comer menos de 2,500 calorías (ya sea con prácticas tan sanas como el ejercicio o tan viles como provocarse el vómito), usar brasier con varilla, entrar en las tallas reducidas, reprimir el deseo sexual frente a la sociedad, cargar una maldita bolsa, desmadrar todo, TODO el cuerpo en el embarazo, echarse plastas de maquillaje, gastar en maquillaje, tener menos habilidad psicomotriz y cargar con el estigma de ser malas conductoras, el asqueroso síndrome premenstrual, la menstruación, la menopausia, el cáncer de mama, el cáncer cérvico-uterino, las infecciones vaginales, tener que sentarse para ir al baño, usar acondicionador, ser un blanco más fácil para los asaltos con arma blanca y las violaciones, padecer celulitis y estrías, la orzuela, los cólicos, las quemaduras de segundo grado por usar la plancha, la secadora, el comal y las ollas exprés, tener que ser el mercado meta de la industria hollywoodense de adaptaciones de novelas de Nicholas Sparks , padecer y encarnar los clichés y paradigmas de la sociedad machista latinoamericana, tener que aprender a cocinar y soportar los cursos de etiqueta, ser culpada del acoso sexual por “provocar” a los hombres con la vestimenta, formar parte de los grupos sociales segregados por el simple hecho de tener una vagina…

Creo que me doy a entender. De todas éstas y un titipuchal más de razones que no recuerdo ahora, la renuencia a usar tacones era, por un lado, mi pequeña protesta pacífica. No me incendio como monje tibetano… nomás ando con los pies un poquito más cerca de la tierra, y miro hacia arriba a todo mundo como si fuera yo quien los estuviera viendo por debajo del hombro.

Pero no todo se trata de mi complejo de Gandhi y mi terror a los callos. Uno siempre señala lo que en el fondo resiente. Y personas como yo, que estamos condicionadas para apartarnos siempre del común denominador, siempre traemos lastres cargando. No hay criatura más lastimada que una mujer que quiere ser intelectual.

Yo lo sé. Mi eterno pataleo con el mundo se resume en que me he pasado la vida compensando por algo que nunca he tenido.

La verdad es que siempre me he sentido en desventaja. La verdad es que me siento hecha a la mitad por nunca dominar las frivolidades elementales de ser mujer. Cuando era tiempo de aprender, me burlé de todas ellas; no quise escuchar, o no supe cómo. Y cuando por fin tuve la humildad de pedir ayuda, me encontré sola y en el matadero. Por eso me he pasado los últimos cuatro años poniéndome al corriente, a tropezones y metidas de pata, de todo el tiempo que me perdí del girl camp de la vida. Y no es nada fácil. Tengo casi 23 años y aún no sé cómo pintarme las uñas. Dejando de lado que es bastante chistoso, eso tiene un trasfondo histórico, social y, sobre todo, emocional.

A esta intelectualoide, amante de las chanclas y Juan Villoro, enemiga acérrima de Soy Totalmente Palacio y el ridículo remedo de jet-set tapatío le ha tocado la hora de madurar de la manera más inesperada; dejando de compensar con la cabeza lo que cree que el resto de su cuerpo no puede hacer por ella.

La vida es una perra maldita. Y muy lista. Me presentó un reto más difícil de lo que esperaba. No sólo me está haciendo que exprima mis neuronas treinta y cinco horas a la semana, enfrentándome con la obligación de convencer a mis evaluadores, de la manera más hábil y elegante que pueda, que soy una persona inteligente, reflexiva, culta, capaz, comprometida, letrada, elocuente…

Me está exigiendo que lo demuestre parada en un par de tacones.

Y la muy puta sacó todo su arsenal; se ríe de mí mientras me ve llorar dentro de un probador de mujeres, porque tengo un promedio universitario de 9.4 y leo más de diez libros al año, pero no tengo ni la más mínima idea de cómo se acomoda un pantalón plisado con una blusa de holanes cursis. Soy señalada por ufanarme de haber leído a Saramago (RIP) y no conocer una sola canción de Chava Flores. Me obligan a leer la sección de sociales de la misma manera en la que me exigen que reconozca a todo el gabinete presidencial. Y tengo que ver el Mundial. Oh, Dios.

Es una lección de vida. Creo. La hora de crecer y dejarse de tonterías esnobistas. Estoy trepando mi montaña esa, y me queda mucho. Porque, con todo y las connotaciones de elegancia que les son adjudicados, más toda la preparación profesional que se supone que debería de tener, nunca me he sentido más vulnerable que arriba de unos tacones.

lunes, 7 de junio de 2010

Gastar un nombre

Pienso a veces que ha llegado la hora de callar.
Dejar a un lado las palabras,
las pobres palabras usadas
hasta sus últimas cuerdas,
vejadas una y otra vez
hasta haber perdido
el más leve signo
de su original intención
de nombrar las cosas […]
-Álvaro Mutis


Gastar un nombre hace que se vuelva cada vez más insípido el pronunciarlo. Se va borrando poco a poco el matiz del color, de un brillante color mamey a un ridículo cremita cutre; se va perdiendo el sentido de la fonética, se deshilachan las letras la una de la otra y se percibe el vacío entre sílabas. Y uno lo dice como escupe el buenos días, salud, gracias, de nada, con permiso, todas esas palabras que la gente dice por default y sin un gramo de alma en la entonación.

Gastar un nombre es perderle el miedo a las palabras grandotas. Es apachurrar las mayúsculas y decirles, mira, no te tengo miedo, no me tiemblan más los labios y ya no te aderezo de significados inservibles. Gastar un nombre es adherirse a las era de los desechables y tirar el sentimentalismo, junto con los Kleenex y las plumas Bic olvidadas. Privarles de su sentido es arrebatarles el poder que, quién sabe cómo, obtuvieron sobre uno.

Puedo llamarte en donde sea. En la fila del supermercado, en el tráfico de las cinco de la tarde, en el café de la mañana y en mi cita con el dentista; puedo soltar tu nombre y volverlo un adjetivo, un adverbio, una simple coma que antecede otro tópico, muy distinto del anterior. Y nadie se da cuenta. Porque se resbala con la familiaridad de la costumbre. Digo tu nombre y suena a un comentario transitorio, como ‘pásame la sal’ o ‘cómo te ha ido’. Digo tu nombre y en verdad no estoy diciendo nada. Dejo un hueco y presiono mute por una centésima de segundo.

Gastar un nombre es cauterizar heridas. Uno no se cura; pero al menos deja de sangrar. Es hacerse tonto y creerse su propio cuento de que nada nos hace daño ahora. Es el método del que se rehúsa a olvidar.

Gastar un nombre es aprender a vivir entre fantasmas.

jueves, 27 de mayo de 2010

Dentrificodependencia

-Quería el cepillo de dientes…

Elías me mira; puedo ver el click en sus ojos cuando se cruzan con los míos, que atraviesan el espesor del humo de mi cigarro, la única división tangible entre sus penas y yo. Nos hace falta alcohol en la sangre, pero la barra cerró hace diez minutos y el resto de nuestra cerveza ya está tibio.

Me entiende. Hablamos así, en códigos plagados de referencias privadas, y me entiende. Esta rutina de vernos las caras y vomitar quejumbrosidades nos ha dado una conexión especial, creo yo. Pecamos de lo mismo, par de estoicos que somos.

-Quería el cepillo de dientes.

Todo lo demás queda implícito. No hay mucho qué agregar. Un estúpido utensilio de higiene bucal es nuestro símbolo universal para todo aquello que nos fue negado. Todo aquello que poco a poco ha dejado de doler. El cepillo de dientes engloba significados complejos y desata nuestros lastres emocionales.

Abrevia las causas perdidas por las que luchamos. Es el trofeo de nuestro esporádico intento por dejarnos destrozar. Quería el cepillo de dientes quiere decir: quería encontrarte en todos los lugares comunes posibles. Quería una rutina, de esas en las que los otros se estancan, por las que los otros protestan, esos malditos afortunados seres normales que son correspondidos.

Quería tus bóxers a la mitad del pasillo, tus sándwiches insípidos por la mañana y tu taza despintada. Quería hartarme de escucharte debatirme por todo, de que siempre tuvieras la razón y la última palabra. Quería que dejara de ser novedad escuchar tu voz, acostumbrarme a tus desplantes y sorprenderme cada vez menos por tus enigmas; quería que cada vez que te fueras de la ciudad no tuviera la duda de si volverías a buscarme, que no hubiera necesidad de recordarme lo extraño y maravilloso que teníamos, porque ya se me había hecho costumbre tener tanta suerte.

Quería ese cepillo de dientes que habías comprado para mí, así, de lo más casual una tarde en el supermercado; para que no tengas que estar cargando siempre con el tuyo, dijiste, como ni queriendo la cosa, sin tantear terreno, sin el afán de probar nada. Porque sí. Porque así, poco a poco, me había vuelto un elemento más en tu rutina. Y para los otros sonaba como el principio del fin…

Y para mí sólo fue el fin.

El cepillo de dientes es nuestro recordatorio de que alguien huyó antes de que nosotros lo hiciéramos. Es la evidencia de que todavía hay cosas que nos desarman. Es el pedazo inútil del pasado al que nos aferramos…

Hasta el día en el que llegue otro culpable de que hagamos referencia a otro utensilio personal para achacarle todas nuestras miserias.

sábado, 15 de mayo de 2010

'Amaos los unos a los otros' y demás tonterías

No me considero una persona muy comprometida socialmente con mis semejantes. El vulgo judeocristiano lo llama egoísmo; yo le llamo no esforzarse en vano. Soy incapaz de conectarme con otro ser humano de esa manera porque, siendo incómodamente honesta, yo no le tengo un gramo de fe a mi especie.

Aunque me la paso despotricando contra un chingamadral de cosas ante la menor provocación, me encabrona de sobremanera que me llamen pesimista. No lo soy. De veras. Aunque tampoco soy la morra con pompones gritándole hurras rimadas a todo mundo. Me gusta considerarme a mí misma como un buen punto medio: un ser humano que acepta la ambivalencia de su especie, y la vive. Y a veces la sobrelleva. Mi compromiso social (de los pocos que tengo y defiendo) es el de intentar, en la medida de lo posible, ser un mejor representante de mi especie. Por nadie más que por mí y la gente que he elegido dejar entrar a mi corazoncito burbujezco.

El otro día creí tener una de esas epifanías de comercial de Coca-Cola. Iba yo muy, muy molesta por las trivialidades inconsecuentes que afectan mi frágil temperamento; tráfico, incompetencia humana, déficit de sueño, PMS, y para colmo, camino al mercado en hora pico de señoras con lista kilométrica. El calor estaba como para hundirse en una alberca de hielos (frase robada de la güera), la gente apendejada al volante, las colas inmensas, mi blusa empapada y mi odio por los tumultos a todo vapor.

Llegué al susodicho puesto de frutas y verduras que mi madre me había descrito con femenina precisión (“la señora gordita que lo atiende siempre tiene un mandil color mamey… ”), odiando cada segundo que compartía aire con el resto de las señoras pachorrudas, arrastrando sus carritos, tardando HORAS en decidir si se llevan un puto melón o no, si quieren su carne en corte transversal o mariposa, “A ver Don Manuel, ¿de veras me asegura que están saliendo buenos los tomates?” y todo ese tipo de comportamiento cagante de su especie.

Había cola en el puesto. La señora delante de mí, vestida con pants afelpaditos, lentes de mosca y tinte güero Miss Clairol deslavado, tardó horrores en hacer su pedido, vacilando entre los mangos, devolviendo frutas que consideraba pasadas, exigiendo los brócolis sin hojas… cinco minutos en los que yo me dediqué a pisotearla mentalmente. Ella insistía en que quería una sandía completa, pero, por una razón que en el momento no escuché, le dieron media. Por fin la criatura despreciable se hizo a un lado y pude empezar mi pedido que consistía en una mísera sandía.

“¿Me da una sandía, por favor?”
“Uuuuy, patroncita, fíjese que la señora se acaba de llevar lo último que nos quedaba.”

No me dio ni tiempo de enfurecer internamente, de maldecir a mi madre, guardada en su casa, que me había enviado a ese infierno de diablos con tubos y uñas de acrílico para nada, ni al ejemplarcito afelpado de mi izquierda con mi sandía… la señora volteó con el ayudante de la doña del puesto y le pidió que partieran su media sandía…

Para darme a mí un cuarto.

Un acto insólito de bondad en un campo de guerra de mamavans. De repente quise ser católica y creer en esas parábolas locas del buen samaritano, pon la otra mejilla y demás chaquetas espirituales. Si pudiera haberla abrazado lo habría hecho, pero mi política de espacio vital con extraños fue más imperante. Tenía ganas de llorar. Salí del mercado con mi cuarto de sandía abrazado como si fuera recién nacidito; la prueba fehaciente de que en esta mierda de mundo y peste de ciudad aún quedan buenas personas y amabilidad entre extraños.

¿Y qué sucede cuando salgo sonriendo de aquel lugar? Mi coche está encajonado por un estúpido que, encima, dejó su coche obstruyendo una rampa de discapacitados; me asalta un viene-viene que me cobra una barbaridad por agitar su trapito y regentear un pedazo de asfalto que NO ES DE ÉL; hay otro perro atropellado en Lopez Mateos; un tránsito me echa las altas a medio día para rebasarme a más de 80 y sin sirena prendida. Llego a mi casa, y en vez de que mi madre me agradezca por haberle hecho el favor de darme la vueltota mientras ella reposaba plácidamente en el sofá, se da cuenta que le hizo falta pedirme otras cosas y me manda al súper…

Y la sandía estaba echada a perder.