jueves, 27 de mayo de 2010

Dentrificodependencia

-Quería el cepillo de dientes…

Elías me mira; puedo ver el click en sus ojos cuando se cruzan con los míos, que atraviesan el espesor del humo de mi cigarro, la única división tangible entre sus penas y yo. Nos hace falta alcohol en la sangre, pero la barra cerró hace diez minutos y el resto de nuestra cerveza ya está tibio.

Me entiende. Hablamos así, en códigos plagados de referencias privadas, y me entiende. Esta rutina de vernos las caras y vomitar quejumbrosidades nos ha dado una conexión especial, creo yo. Pecamos de lo mismo, par de estoicos que somos.

-Quería el cepillo de dientes.

Todo lo demás queda implícito. No hay mucho qué agregar. Un estúpido utensilio de higiene bucal es nuestro símbolo universal para todo aquello que nos fue negado. Todo aquello que poco a poco ha dejado de doler. El cepillo de dientes engloba significados complejos y desata nuestros lastres emocionales.

Abrevia las causas perdidas por las que luchamos. Es el trofeo de nuestro esporádico intento por dejarnos destrozar. Quería el cepillo de dientes quiere decir: quería encontrarte en todos los lugares comunes posibles. Quería una rutina, de esas en las que los otros se estancan, por las que los otros protestan, esos malditos afortunados seres normales que son correspondidos.

Quería tus bóxers a la mitad del pasillo, tus sándwiches insípidos por la mañana y tu taza despintada. Quería hartarme de escucharte debatirme por todo, de que siempre tuvieras la razón y la última palabra. Quería que dejara de ser novedad escuchar tu voz, acostumbrarme a tus desplantes y sorprenderme cada vez menos por tus enigmas; quería que cada vez que te fueras de la ciudad no tuviera la duda de si volverías a buscarme, que no hubiera necesidad de recordarme lo extraño y maravilloso que teníamos, porque ya se me había hecho costumbre tener tanta suerte.

Quería ese cepillo de dientes que habías comprado para mí, así, de lo más casual una tarde en el supermercado; para que no tengas que estar cargando siempre con el tuyo, dijiste, como ni queriendo la cosa, sin tantear terreno, sin el afán de probar nada. Porque sí. Porque así, poco a poco, me había vuelto un elemento más en tu rutina. Y para los otros sonaba como el principio del fin…

Y para mí sólo fue el fin.

El cepillo de dientes es nuestro recordatorio de que alguien huyó antes de que nosotros lo hiciéramos. Es la evidencia de que todavía hay cosas que nos desarman. Es el pedazo inútil del pasado al que nos aferramos…

Hasta el día en el que llegue otro culpable de que hagamos referencia a otro utensilio personal para achacarle todas nuestras miserias.

sábado, 15 de mayo de 2010

'Amaos los unos a los otros' y demás tonterías

No me considero una persona muy comprometida socialmente con mis semejantes. El vulgo judeocristiano lo llama egoísmo; yo le llamo no esforzarse en vano. Soy incapaz de conectarme con otro ser humano de esa manera porque, siendo incómodamente honesta, yo no le tengo un gramo de fe a mi especie.

Aunque me la paso despotricando contra un chingamadral de cosas ante la menor provocación, me encabrona de sobremanera que me llamen pesimista. No lo soy. De veras. Aunque tampoco soy la morra con pompones gritándole hurras rimadas a todo mundo. Me gusta considerarme a mí misma como un buen punto medio: un ser humano que acepta la ambivalencia de su especie, y la vive. Y a veces la sobrelleva. Mi compromiso social (de los pocos que tengo y defiendo) es el de intentar, en la medida de lo posible, ser un mejor representante de mi especie. Por nadie más que por mí y la gente que he elegido dejar entrar a mi corazoncito burbujezco.

El otro día creí tener una de esas epifanías de comercial de Coca-Cola. Iba yo muy, muy molesta por las trivialidades inconsecuentes que afectan mi frágil temperamento; tráfico, incompetencia humana, déficit de sueño, PMS, y para colmo, camino al mercado en hora pico de señoras con lista kilométrica. El calor estaba como para hundirse en una alberca de hielos (frase robada de la güera), la gente apendejada al volante, las colas inmensas, mi blusa empapada y mi odio por los tumultos a todo vapor.

Llegué al susodicho puesto de frutas y verduras que mi madre me había descrito con femenina precisión (“la señora gordita que lo atiende siempre tiene un mandil color mamey… ”), odiando cada segundo que compartía aire con el resto de las señoras pachorrudas, arrastrando sus carritos, tardando HORAS en decidir si se llevan un puto melón o no, si quieren su carne en corte transversal o mariposa, “A ver Don Manuel, ¿de veras me asegura que están saliendo buenos los tomates?” y todo ese tipo de comportamiento cagante de su especie.

Había cola en el puesto. La señora delante de mí, vestida con pants afelpaditos, lentes de mosca y tinte güero Miss Clairol deslavado, tardó horrores en hacer su pedido, vacilando entre los mangos, devolviendo frutas que consideraba pasadas, exigiendo los brócolis sin hojas… cinco minutos en los que yo me dediqué a pisotearla mentalmente. Ella insistía en que quería una sandía completa, pero, por una razón que en el momento no escuché, le dieron media. Por fin la criatura despreciable se hizo a un lado y pude empezar mi pedido que consistía en una mísera sandía.

“¿Me da una sandía, por favor?”
“Uuuuy, patroncita, fíjese que la señora se acaba de llevar lo último que nos quedaba.”

No me dio ni tiempo de enfurecer internamente, de maldecir a mi madre, guardada en su casa, que me había enviado a ese infierno de diablos con tubos y uñas de acrílico para nada, ni al ejemplarcito afelpado de mi izquierda con mi sandía… la señora volteó con el ayudante de la doña del puesto y le pidió que partieran su media sandía…

Para darme a mí un cuarto.

Un acto insólito de bondad en un campo de guerra de mamavans. De repente quise ser católica y creer en esas parábolas locas del buen samaritano, pon la otra mejilla y demás chaquetas espirituales. Si pudiera haberla abrazado lo habría hecho, pero mi política de espacio vital con extraños fue más imperante. Tenía ganas de llorar. Salí del mercado con mi cuarto de sandía abrazado como si fuera recién nacidito; la prueba fehaciente de que en esta mierda de mundo y peste de ciudad aún quedan buenas personas y amabilidad entre extraños.

¿Y qué sucede cuando salgo sonriendo de aquel lugar? Mi coche está encajonado por un estúpido que, encima, dejó su coche obstruyendo una rampa de discapacitados; me asalta un viene-viene que me cobra una barbaridad por agitar su trapito y regentear un pedazo de asfalto que NO ES DE ÉL; hay otro perro atropellado en Lopez Mateos; un tránsito me echa las altas a medio día para rebasarme a más de 80 y sin sirena prendida. Llego a mi casa, y en vez de que mi madre me agradezca por haberle hecho el favor de darme la vueltota mientras ella reposaba plácidamente en el sofá, se da cuenta que le hizo falta pedirme otras cosas y me manda al súper…

Y la sandía estaba echada a perder.

lunes, 10 de mayo de 2010

diezdemayodosmilseis

Hoy hace cuatro años. No parece tanto. Ni tan poco.

Hace cuatro años que un diez de mayo me quedé hecha pasa por llorar en el baño, mientras, afuera, las tías tiraban la casa por la ventana para hacer sonreír a mi madre. Hace cuatro años que un clóset de la casa fue desocupado, incluí un código postal extra a mi vida, y empezamos a incomodar a los restauranteros por pedir mesas para tres (ellos odian los números impares, nosotros odiamos que nos den mesas pegadas a la pared). Hace cuatro años que compro todos mis enseres personales al doble, salto de un extremo de la ciudad al otro, y siento mi coche el lugar más cercano a un hogar.

Es irónico que, de todas las fechas que pudieron haberse arruinado con la fragmentación de otra familia neoliberal, nos hubiera elegido ésta. La remachada fecha matriarcal, con el promo de Ekar de Gas al fondo (“¡Que no le digan el hijo ingrato!”) y las rosas aburridas en el recibidor. Nos sentamos los tres en la esquina de otro restaurante argentino de la ciudad y comemos en silencio, aturdidos por los escándalos de la familia más numerosa de al lado, con más Absolut en la sangre y menos malos recuerdos. Ignoramos la silla vacía. No existe.

Y es extraño cómo pasan los años y se anestesia más la capacidad de sentir tristeza. Una se acostumbra a sobrellevar días como éste; a sentir un nudo en la garganta, a comer sin hambre y hacer de la sonrisa una especie de protector de pantalla colgado en el rostro.


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No es justo. Llueve del otro lado de la ciudad. Acá al sur sólo llegan dos que tres tristes truenos. Ni un caprichito me puede conceder el mundo el día de hoy. “Va a llegar cuando ya estés dormida y el fresco te haga buscar sábana,” me dicen. Pasa de la una y no llega. Tal vez es como el ratón de los dientes, que nomás aparecía si estabas bien dormidote (para que tus padres pudieran voltearte la almohada sin que se te atragantaran los ronquidos).

Así que mejor me echo mis gotitas homeopáticas (que juro que tienen opio o algo extraño, porque me matan por diez horas seguidas) y conservo la colcha a la mano. No vaya a ser que sí funcione, y la ventisca pluvial me refresque en demasía. Nunca se sabe. Ojalá.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Y hoy: fuck you, cambio climático.

La gripa es la enfermedad más inútil de todas las que existen.

No tiene nada de poético. Nada de explotable y chantajeable. No es un cáncer, madre y señora de todas las tramas de una película pitera, adaptada de una novela (aún más) pitera de Nicholas Sparks. No hay nadie al pie de mi cama, llorando, tomándome de la mano y declarándome su amor eterno entre mocos y cables de suero. Bueno, mocos los hay, pero son los pegados en mis Kleenex… que son lo único que me rodea en este momento.

No tiene nada de funcional. No puedo cancelar mis compromisos por gripa. No es lo suficientemente grave. Nomás cargas con tu kleen-pack a todos lados, y tus pañuelos sucios se desbordan de tus bolsas. Soy paria de la sociedad; si estornudo, el cristiano de al lado me ve feo y se retira treinta centímetros más. Ah, pero no es una varicela, en la que también te aíslan, pero al menos te pobretean. Nadie siente pena por una gripita.

La gripa es socialista. A TODOS des da. No tiene ninguna novedad. No puedes traerla a colación en alguna de esas pláticas morbosas… ‘a mí me dio hepatitis B… ‘yo estuve en el hospital tres días por tifoidea’… ‘Yo no me paré del baño en dos horas’ (“oooh”coral)… ‘Yo tuve gripa un mes entero’…

No. No impresiona.

Ni porque se te cae la nariz, se te desorbitan los ojos de la hinchazón y el fluido nasal es im-pa-ra-ble. Ni porque puedes pasar un día entero sin respirar por la nariz. Ni porque toda la comida te sabe a medicina caducada en el 2002. No; puedes estar apachurrada en tu cama, sola y atufada como chayote, llorando porque a tus ojos así, de la nada, se les ocurrió gotear, cansados de hacerlo por otras vías, con la cara color amarillo pollo y los ánimos grises, grises, grises…

Y nadie se inmuta.

La gripa le quita a uno todo el glamour. No tiene esa aura de misterio, pánico y simpatía, como el cólico. Oh, los hombres se aterran con esa palabrita trisílaba. ‘Es que me muero del cólico’… No, mija, ahí guardadita en tu casa, con tus compresas calientes y tu ibuprofeno, estás bien; ni se te ocurra salir. No, con la gripa no es así. Nadie se alarma: son sólo mocos y una voz de Pitufo madreado, en lo más mínimo sugerente. Y a darle con la vida normal, con el ajetreo por la ciudad a 30 grados centígrados y sin aire acondicionado, que, como diría mi madre, ‘de una gripita estacional nadie se ha muerto’.

No, pero de a poquito sí se va deshaciendo una. Eso de que nomás cambie el clima y una empiece a estornudar, a la larga, me va a dejar más madreada que todos esos padecimientos mediatizados en la industria del cine rosa.

Maldito seas, oh, cambio climático.

sábado, 1 de mayo de 2010

Fuck you, Ganivet.

DISCLAIMER: esto fue escrito en septiembre del 2009. Fue pensado para postearse, pero no lo hice porque, en el fondo, soy rete marica y medio muerdo el rebozo. Una no sabe hasta dónde venir aquí a soltar su corazoncito… aún así, lo leí en una sesión de poesía, con tres vasitos de vino barato encima, titulándolo "el correo electrónico que nunca voy a enviar".
(JA! )

No es perfecto; tiene deficiencias en el ritmo y le falta redondez. Cuando le pedí su opinión a un Señor Poeta, me lo dejó herido, con esas anotaciones en tinta roja que duelen hasta el alma. Sé que no es muy bueno, pero le tengo cariño. Fue mi primer intento de poema en años, y el jueves pasado, un tipín que nunca había visto me vio en la universidad, se acordó de mí y me recitó la última estrofa de memoria. Ocho meses más tarde. Fue mi epifanía... nah, mi pretexto perfecto para ahora venir a ponerlo aquí y terminar de balconearme de una buena vez.

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Finlandia. ¿Qué tiene Finlandia?
Sus 5.3 millones de habitantes
Que flotan en tu órbita, te pasan de largo
Y no saben quién eres
Su lengua oficial de la Unión Europea
Tosca, rebuscada y antipoética
Que ni tiene sonidos para pronunciar tu nombre

¿Qué le ves a su democracia estable y a sus niveles
míseros de corrupción?
¿No te aburren sus calles limpias?
¿Su quietud primermundista?
¿Los inviernos inclementes
Y carencia de cerveza oscura?
¿No te mata su silencio gélido?
¿Su orden?
¿Su odiosa perfección?

¿Cuándo piensas volver tus ojos a este lado del charco?
A este México caótico,
Ruidoso y parchado
Del que tanto te quejas
Y en el fondo adoras, como yo

Finlandia. ¿Qué tiene Finlandia?
¿Qué puedo hacer para que lo desprecies
como lo desprecio yo,
por haberme robado de mi excusa para ser feliz?

¿Cómo compito?
¿Cómo un pobre corazón partido en dos
le declara la guerra a una potencia mundial?

Lo hace en las trincheras y sin fusil
Con un berrinche
Un berrinche ridículo
Y una petición imposible

Regresa
Por favor, regresa
Toma ese vuelo obscenamente costoso por mí
Cruza la mitad del mapa
Y ven a timbrar a mi puerta

Vamos a contar los semáforos de Juárez
Vamos a sentarnos en la banqueta
Y a burlarnos,
Como snobs subversivos que somos
De la mitad de esta ciudad desangelada
De sus lecturas mediocres
Y su analfabetismo cultural

Vamos a tomarnos el enésimo café y hablar de nada
Te prometo que esta vez
No te interrumpiré
Si te limitas a contemplarme
Dejaré que me beses en público
Te presentaré a mi padre
Aceptaré tu ateísmo
Y dejaré de intentar herirte
Para sentirme menos vulnerable

Regresa
Regresa, por favor

Prometo no burlarme más
De tus días vergonzosos de repujado
Confesarte que espero
Como tonta
A que me tomes de la mano
No seré orgullosa
No te dejaré plantada
No te prohibiré timbrar
Ni volveré a llamarte por otros nombres

¿Qué más quieres?
¿Quieres que te lo diga?
De veras, ¿quieres que te lo admita?
Si ya lo sabes
Lo supiste antes que yo

Pero regresa
Ven aquí y te lo digo
Con todo y distorsiones al español

Finlandia. ¿Qué tiene Finlandia?
¿Qué no ves?
Finlandia no me tiene a mí
Y lo que es peor
Finlandia no te tiene a ti
Conmigo