sábado, 2 de octubre de 2010

Adióoos, chula

A las ocho de la mañana y a media Plaza de la Liberación del Centro Histórico, un hombre me intercepta con la trillada y bien consabida frase de acoso sexual soft-core: “Adióoooos, chula”, seguido de un, “¿por qué tan seria, mamacita? ¿Amaneciste de malas?”. El hombre, que no puedo describir porque procuré no mirarlo, me siguió cinco pasos. No sé por qué temía más, si por mi castidad o por mi computadora colgando de mi hombro.

Al cruzar la calle para tomar Pino Suárez, un hombre, cuyo brazo se desborda de la ventana de su pick-up, me manda un beso tronador y sonríe con satisfacción al ver que lo ignoro.

Al llegar a Independencia, busco el edificio en el que tengo mi cita… y la puerta está después del Registro Civil, en el cual hay (no miento) cinco hombres con playera golpea-esposas leyendo El Tren, recargados en fila india frente a la banqueta. Admito que la Adris ranchera pensó en cambiarse de banqueta… pero no lo hago. Soy una mujer del siglo XXI, con todo el derecho de pavonearse con la frente en alto frente a gañanes con los pozoles de fuera sin recibir un solo ataque, porque soy lo suficientemente tolerante (y estúpida) para alejarme del prejuicio de su facha.

Respiro hondo y cruzo el corredor de linchamiento… no me chiflan, pero siento sus ojos clavados en el espacio entre escote de mi blusa y mi cara, y cuando logro pasar ilesa, volteo para atrás para confirmar que están investigando si traigo la cajuela cargada (thank you, Fergie, por la metáfora corriente).

Saliendo de mi cita, me digo, ¿por qué no? Vamos festejando este pequeñito triunfo de mi vida profesional con un poco de azúcar. Me instalo en una de las mesas fuera del Café Degollado, y pido un americano y un muffin de nuez. Exquisito. Prendo un cigarro, bebo, chismorreo de la plática de un par de burócratas de la mesa de junto, y observo a las personas que pasan frente a mí. Veo mujeres con tacones demasiado altos, que caminan con torpeza, y hombres que van hacia el otro lado y dan un vistazo hacia atrás para verlas. Mi distanciamiento del prejuicio es medianamente correcto; no por tener facha de albañil eres el único que sabe eso de las miradas lascivas… un hombre de traje hablando por celular casi le da tortícolis por seguir la trayectoria de una secretaria con unos pantalones un tanto entallados para su voluptuosa figura.

Estoy a punto de pedir la cuenta, y un vagabundo que pasaba por ahí se acerca a mi mesa y sin mirarme ni decirme nada, acerca la mano y se lleva dos sobres de azúcar. Es el primer hombre de la mañana que no me da miedo, pero el mesero lo corre con violencia e insultos.

“Te asustó el huey, ¿verdad?” La condescendencia me duele en los oídos al escuchar al mesero, mientras le pago la cuenta. Reconozco esa mirada. Toda la mañana me miraron como pedazo de carne, y ahora este tipo de acento raro me ve con burla.

Me dice que es de Montreal, que él ama el Centro Histórico, que ama todos los centros de las ciudades y que no entiende a esas mujeres tapatías fresas que no les gusta caminar por aquí porque les chiflan o les piden dinero.

“Son inofensivos todos”, me dice, “me gusta eso del mexicano, sus peropos.”

No me molesto en corregirle al francocanadiense éste. No le digo que nadie adora esta puta ciudad jodida como yo, ni que una cosa son piropos, y otra muy distinta el acoso. Hay que llamar a las cosas por su nombre.
Porque nunca va a entender. Ni él, ni muchos hombres, ni incluso miles de mujeres. Que es ignorante y tercermundista decir que son ‘inofensivos’ sólo por el hecho de que se quedan en palabras y miradas. No necesitan tocarme para que yo me sienta invadida. No tienen ningún derecho de mirarme y hablarme así. Ni uno solo. Y el primer error de una mujer es ignorarlo, hacer como que no escucha o como que no ve. El segundo es hacer todo lo contrario; hacer una seña, gritar un insulto o cualquier otro tipo de provocación puede ser peligroso.

La única opción es hacerle ver la mierda de ser humano que es, tolerando la ofensa de frente. Al menos para quitarle la satisfacción de que ha cumplido el objetivo de intimidarte.

La próxima vez que un imbécil me grite algo en la calle, lo voy a mirar directamente a los ojos.

2 comentarios:

  1. Hace rato ya que no me dicen nada en la calle. Eso, definitivamente, tampoco es bueno.

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  2. trato de hablar de esto con mis amigas.
    quizás debería darles esto a leer.
    me gustó tu texto.
    me encantó que el único que no te dio miedo fuera el vagabundo.
    a veces me gusta pensar y decir que no soy más que un vagabundo.
    gracias.

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