sábado, 19 de junio de 2010

8 centímetros extra

Todo mundo, desde Mahoma hasta la monja buena onda de La Novicia Rebelde, pasando por Gandhi, Jesus Christ Superstar y Miley Cirus, la usa. Todos. Es la metáfora por ex-ce-len-cia en cualquier libro de superación personal de Sanborns y calendario de Paulo Coelho. En cualquier canción inspiradora con cellos cursis, ahí está: la montaña. Ah, la bendita montaña. El montón de tierra que simboliza la realización de un esfuerzo para alcanzar una meta.

La vida sin baches, cerros y curvas no es nada. La canija a fuerzas debe joderte con alguna irregularidad geológica para que le sudes, porque hay que hacerla de emoción de vez en cuando. De acuerdo con cualquier ideología religiosa, uno no aprende ni se purifica más que a base de cachiporrazos, rodillas sangradas y niveles estratosféricos de altitud; para que, cuando uno alcance la gloria (la cima del Izta, el final del maratón, la superficie de un bache marca Tapatilandia), pueda valorar más el momento por la sencilla razón de que le costó uno y la mitad del otro llegar hasta ahí.

A mí la vida no me puso ninguna montaña qué escalar. Se vio castigadora y, en vez de montonones de piedras y matorrales, colocó frente a mí algo más aterrador: un par de tacones. Y mi reto no sólo consiste en treparme y mantener el equilibrio una vez allá arriba… además debo andar por la calle encima de ellos.

Tal vez quien lea esto pensará que estoy exagerando. Quien lea esto de seguro no me ha visto caminar en ellos. Soy una desgracia parada en ocho centímetros extra.

Circunstancias profesionales me han llevado a tener que enfrentarme con el demonio que había evitado exitosamente por once años. Once años en los que me burlé de al menos una de tantas prácticas de tortura que se integran al paradigma occidental de lo que es la feminidad. Porque hay que admitirlo: ser mujer duele, literalmente.

Tenemos que arrancar al menos el 80 porciento del vello que cubre nuestro cuerpo cada semana, comer menos de 2,500 calorías (ya sea con prácticas tan sanas como el ejercicio o tan viles como provocarse el vómito), usar brasier con varilla, entrar en las tallas reducidas, reprimir el deseo sexual frente a la sociedad, cargar una maldita bolsa, desmadrar todo, TODO el cuerpo en el embarazo, echarse plastas de maquillaje, gastar en maquillaje, tener menos habilidad psicomotriz y cargar con el estigma de ser malas conductoras, el asqueroso síndrome premenstrual, la menstruación, la menopausia, el cáncer de mama, el cáncer cérvico-uterino, las infecciones vaginales, tener que sentarse para ir al baño, usar acondicionador, ser un blanco más fácil para los asaltos con arma blanca y las violaciones, padecer celulitis y estrías, la orzuela, los cólicos, las quemaduras de segundo grado por usar la plancha, la secadora, el comal y las ollas exprés, tener que ser el mercado meta de la industria hollywoodense de adaptaciones de novelas de Nicholas Sparks , padecer y encarnar los clichés y paradigmas de la sociedad machista latinoamericana, tener que aprender a cocinar y soportar los cursos de etiqueta, ser culpada del acoso sexual por “provocar” a los hombres con la vestimenta, formar parte de los grupos sociales segregados por el simple hecho de tener una vagina…

Creo que me doy a entender. De todas éstas y un titipuchal más de razones que no recuerdo ahora, la renuencia a usar tacones era, por un lado, mi pequeña protesta pacífica. No me incendio como monje tibetano… nomás ando con los pies un poquito más cerca de la tierra, y miro hacia arriba a todo mundo como si fuera yo quien los estuviera viendo por debajo del hombro.

Pero no todo se trata de mi complejo de Gandhi y mi terror a los callos. Uno siempre señala lo que en el fondo resiente. Y personas como yo, que estamos condicionadas para apartarnos siempre del común denominador, siempre traemos lastres cargando. No hay criatura más lastimada que una mujer que quiere ser intelectual.

Yo lo sé. Mi eterno pataleo con el mundo se resume en que me he pasado la vida compensando por algo que nunca he tenido.

La verdad es que siempre me he sentido en desventaja. La verdad es que me siento hecha a la mitad por nunca dominar las frivolidades elementales de ser mujer. Cuando era tiempo de aprender, me burlé de todas ellas; no quise escuchar, o no supe cómo. Y cuando por fin tuve la humildad de pedir ayuda, me encontré sola y en el matadero. Por eso me he pasado los últimos cuatro años poniéndome al corriente, a tropezones y metidas de pata, de todo el tiempo que me perdí del girl camp de la vida. Y no es nada fácil. Tengo casi 23 años y aún no sé cómo pintarme las uñas. Dejando de lado que es bastante chistoso, eso tiene un trasfondo histórico, social y, sobre todo, emocional.

A esta intelectualoide, amante de las chanclas y Juan Villoro, enemiga acérrima de Soy Totalmente Palacio y el ridículo remedo de jet-set tapatío le ha tocado la hora de madurar de la manera más inesperada; dejando de compensar con la cabeza lo que cree que el resto de su cuerpo no puede hacer por ella.

La vida es una perra maldita. Y muy lista. Me presentó un reto más difícil de lo que esperaba. No sólo me está haciendo que exprima mis neuronas treinta y cinco horas a la semana, enfrentándome con la obligación de convencer a mis evaluadores, de la manera más hábil y elegante que pueda, que soy una persona inteligente, reflexiva, culta, capaz, comprometida, letrada, elocuente…

Me está exigiendo que lo demuestre parada en un par de tacones.

Y la muy puta sacó todo su arsenal; se ríe de mí mientras me ve llorar dentro de un probador de mujeres, porque tengo un promedio universitario de 9.4 y leo más de diez libros al año, pero no tengo ni la más mínima idea de cómo se acomoda un pantalón plisado con una blusa de holanes cursis. Soy señalada por ufanarme de haber leído a Saramago (RIP) y no conocer una sola canción de Chava Flores. Me obligan a leer la sección de sociales de la misma manera en la que me exigen que reconozca a todo el gabinete presidencial. Y tengo que ver el Mundial. Oh, Dios.

Es una lección de vida. Creo. La hora de crecer y dejarse de tonterías esnobistas. Estoy trepando mi montaña esa, y me queda mucho. Porque, con todo y las connotaciones de elegancia que les son adjudicados, más toda la preparación profesional que se supone que debería de tener, nunca me he sentido más vulnerable que arriba de unos tacones.

2 comentarios:

  1. Cielos!! en tus palabras sí que suena difícil ser mujer. Los hombres tenemos nuestras propias dificultades, cáncer de próstata, impotencia sexual, ser (aún todavía, en lo económico) el sustento familiar, etc. pero no se compara con esa lista extensa que haces jaja. Te podría decir que al menos las mujeres entran gratis al antro y les regalan botellas sólo por tener vagina, pero parece que no eres una chica de antro ja, lástima. Lo que no entiendo es porqué tienes que subir esa montaña de ropa ridícula (aunque muchas veces muy sexi), plastas de maquillaje, tacones altos etc.
    No eres la única intelectualoide que sufre por las convenciones sociales; tu chill out y regresa a tus chanclas jaja, es más sexi para algunos ;p

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  2. Chale, ahí va de nuevo pero en el que no salió te decía que qué chingón saber que hay colegas CC que se la parten pa lograr lo que quieren; que los obstáculos y que la verga y que le mencionaba a popó de monstruo que parte de tus 8cm extra tienen que ver con directrices de mural etc etc.

    Y cosas así superficiales con sentido irónico y algo de profundidad metafórica monsivaisiana que al releer uno nomás se ruboriza.

    JA

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