miércoles, 29 de diciembre de 2010

Joy to the world, the Lord is gone

Aunque no siempre tenemos motivos para ser felices, hemos perfeccionado las molestias que nos permiten saber que, cuando todo eso se termine, seremos felices.
Villoro, my love

Nos colocamos en un lugar estratégico de la sala; el que ofrece una vía rápida al bar, con la reluciente botella de Etiqueta Roja guiñándonos el ojo desde la esquina. No es nuestra favorita, pero cura los males igual, con la dichosa venda de la ebriedad en los ojos y la sonrisa fácil ante cualquier comentario incómodo.

Esta noche no acostamos al Niño. No hubo participación estelar de la tía Fulana con su consabido “¿Recuerdan a quién festejamos hoy?”… la tía Sutana dejó la guitarra intacta. No sonaron villancicos. Un verdadero milagro navideño. Aleluya.

Nos concentramos en beber, y todo se hizo más fácil. Ella pudo olvidar a su padre, dormido en el estudio por el exceso de tequila rebajado con soledad. Yo ignoré la silla vacía, el constante recuerdo de vivir partida en dos fragmentos irreconciliables. “Las obligaciones de hijo de padres separados”, dijo mi hermano con agria elocuencia.

Ni ella ni yo vimos el fondo del vaso. Engullimos el pavo desabrido con sendo placer. Llenamos el cenicero de la terraza y hablamos de tonterías más felices que lo que nos esperaba ahí adentro, a la orilla del árbol cargado de esferitas. Las bromas irreverentes del tío Mengano sacaron más de una risa nerviosa y por compromiso. Ella y yo nos carcajeamos con disoluta felicidad. Agradecimos esos minúsculos destellos de verdad entre todo ese circo de formalidades insufribles.

Odio la Navidad. Porque sólo se puede detestar así algo que se amó tanto. Algo que suponía el epítome de la felicidad, los dedos hinchados en clase de guitarra para poder tocar los villancicos con mi guitarra cuarteada, la emoción católica e ilusa de sostener una figurita de porcelana de un niño encuerado y con rasgos incómodamente femeninos. El vestido de crinolina bordado por mi madre, el sonido de fichas de dominó y las carcajadas de mi padre, del otro lado de la sala. Ah, la bendita ignorancia de la niñez, el amor desmedido a los árboles navideños despelucados y disparejos era todo lo que se necesitaba.

Hoy hacen falta más botellas.

Es más sano adormecer mi sacrosanto odio con Juan Caminante y observaciones antropológicas en mi mente. Ya no escondo lágrimas estúpidas en el baño de visitas. No hace falta, porque no siento nada.

Así que llenamos nuestros vasos, ella y yo. Brindamos por nosotras y nuestro silencio, y nos reímos como nunca lo hemos hecho en todo el año. Porque ya casi la libramos, un año más, ilesas.

1 comentario:

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