miércoles, 8 de septiembre de 2010

Amor en los tiempos del iPod

For me, if we’re talking about romance, cassettes wipe the floor with PM3s. This has nothing to do with superstition, or nostalgia. MP3s buzz straight to your brain. That’s part of what I love about them. But the rhythm of the mix tape is the rhythm of romance, the analog hum of a physical connection between two sloppy, human bodies.

-Rob Sheffield, Love is a Mixtape


La radiografía de nuestras vidas está en todas las listas de reproducción musical. En los mixtapes jodidos que hicimos en preparatoria, en los cassettes olvidados de artistas poperos y melosos de los noventa… en la torre olvidada de discos y la capitalista carátula de un iPod.

Nuestra música es tan personal como las canciones que nos avergüenzan y sólo escuchamos en la seguridad de nuestros audífonos; tan pretenciosa como el long play de The Beatles que colgamos en nuestro cuarto y nunca hemos escuchado en nuestra puta vida; tan dolida como las canciones que tenemos que quitar del radio para no deshacernos en lágrimas tontas; tan predecible como la playlist que pones todas las mañanas camino al trabajo, a la escuela, en el gimnasio… tan espontánea como la bellísima y tontísima felicidad por haber descubierto una nueva banda, y la cursi pregunta de cómo pudiste haber sobrevivido todos estos años de mediocridad musical sin haberla escuchado…

Nunca se está más expuesto que cuando un tercero hurga sin permiso en la biblioteca musical de uno. Nuestra desnudez mide 17 gigabytes y suena a una mezcla aleatoria de sonsonetes que abarcan más décadas que las que uno ha vivido. Sabe a recuerdos que sólo pueden ser desempolvados por las canciones más inesperadas. Y siempre se siente como si fuera la primera vez; la de-virginización de tus oídos y el destape de tu alma con una canción tan esnobista como un b-side de Radiohead, o tan decadente como la Britney en sus buenos tiempos. Suenan los primeros acordes y ya, así de fácil, nos evidenciamos. Salimos del clóset melómano.

Amo la música. Lo digo sin un solo atisbo de exageración. Llevamos una relación de muchos años, por supuesto inestable, y como todo, tenemos nuestras épocas en las que nos adoramos con locura y desenfreno, y otras en las que la quiero agarrar a madrazos.

No funciono sin ella. Dejo que me explique, que lleve la conversación por mí; que me ningunee, que me grite, me deprima y me haga llorar; que me ponga de buenas y me obligue a hacer cosas tan impensables como bailar con mis dos pies izquierdos (el alcohol da el último empujoncito, pero ni le digo, porque se me pone celosa); no me pide que la entienda todo el tiempo, se aguanta cuando la juzgo y todavía tiene la ocurrencia de ponerle chispa a la relación y sorprenderme de vez en cuando. Está en todos los aspectos de mi vida, y es referente omnipresente mi archivo mental; no hay recuerdo en mi cabeza que no tenga una cancioncita de fondo.

Comer y respirar música tiene sus consecuencias desastrosas. Es una montaña rusa, como el efecto que quieres darle a tu mixtape, para que la experiencia musical sea llevadera… y terminas haciendo un aleatorio terrible y tropezado. No, amar la música no es tan glamoroso todo el tiempo.

Implica regresar a cada rato a etapas que uno quisiera borrar, y cada vez que escuches a Sugar Ray antes del sobrepeso de Mark McGrath vuelvas a tener trece años, traigas otra vez esa horrorosa blusa negra de mangas acampanadas que te prestó tu prima, tu planchado disparejo, y estés una vez más en la barra de refrescos de la tardeada de tu escuela católica, suspirando por un puberto del colegio de hombres de la esquina que te ubica como la Daria de la generación…

O, pasados los años de tu lastre social, estés en una reunión de comunicólogos mamertos, que recitan frases de Foucault que leyeron en Selecciones, escuches a la señorita Gaga en las bocinas, y seas la única que comete el faux pas intelectual de cantar con la mano hecha puño (la batiseñal del micrófono).

Implica que cada vez que escuches una canción que te mata y enloquece, escupas un “me encanta esta canción” innecesario, y no puedas concentrarte en la conversación con el individuo frente a ti, por tararear la canción en tu cabeza; y sabes que puedes escucharla mil veces más en otra ocasión, que en ese momento es más importante sonreírle al imberbe que tienes en frente y que te dará ride de regreso a tu casa… pero es imposible. Es más fuerte que tú. TIENES que tararearla como zombie y menear la cabeza en señal de aprobación, para despistar al del enfrente.

Implica que, en tus momentos depresivos, no puedas ni sintonizar Millenium Bella Música (105.1 FM), porque hasta la pinche bagatela de Beethoven te recuerda al incompetente al que le dedicas tu deshidratación lagrimal. Y los violincitos te apachurran el espíritu, y, oh, maldito seas, Yo-Yo Ma, porque el día que conociste a ese gaznápiro obtuso que te rompió el corazón, venías escuchando al taka taka virtuoso. Y vetes canciones que amas, borres listas de reproducción y escondas en los rincones de tu cuarto esos mixtapes horrorosos con canciones que probablemente era dedicadas para ti, pero ahora suenan a marcha fúnebre.

Implica que relaciones todos los eventos triviales e inútiles con lanzamientos internacionales de álbumes, reseñas, muertes y suicidios. Y recuerdes que el día que murió Michael Jackson tú ibas en el coche de la mano de un programador, o que el mundo se convirtió en un lugar mejor cuando Adele decidió aceptar su sobrepeso, dejar a su novio alcohólico y sacar ese maravilloso álbum… que la primera vez que escuchaste a Esperanza Spalding en la radio fue el día en el que se te rompió el tacón frente a la Catedral como castigo divino por haberle negado una cooperación a una misionera enfadosa, y que Lhasa de Sela sacó su hermosísimo álbum La Llorona el mismo año que tú perdiste tus dientes en un accidente.

Implica hacer un esfuerzo monumental para reconciliarte con una canción. Porque hacer paz con ella es hacer paz con lo que menos aprecias de ti: tu excesiva vulnerabilidad. Sabes que tu salud emocional corre al ritmo apachurrado de un Jay Jay Johanson drogado, o el sampleo asqueroso de un gritito perdido de Mademoiselle Dion echando sus vibrattos en It’s All Coming Back To Me Now (y hasta te dan ganas de ponerte ese camisón largo y correr por los pasillos como en su video)… como las palabras que se te atoran en la garganta, y las intercambias por rimas cursis que alguien más escribió, pero parece que se las hubieses dictado letra por letra (gracias, Martha Wainwright, por haber escrito Bloody Motherfucking Asshole… era justo lo que quería decir…).

Amo la música en el paquete que venga. Me deshago de ternura con los cassettes con canciones grabadas de la radio que quedaron atorados en mi grabadora de la infancia, me doy pena cuando encuentro arrumbados mis CD’s vergonzosos de mi época de punk barato, y me enorgullezco de seguir haciendo excursión especial a Mixup a comprar discos de música clásica a precios estúpidamente baratos. Porque la devoción a este arte es independiente de las nuevas tecnologías, la piratería o los reproductores de mp3 con más aplicaciones de las que puedo aprender a usar…

Amo la música, más allá de cualquier etiqueta esnobista. El respeto a lista de reproducción ajena es la paz. Más allá del inexistente género musical ‘indie’, de la programación pitera de Exa FM y la asquerosidad de ser humano que es Oliveros con su Coup D’Etat. Más allá de las malas pero bien intencionadas habilidades de locución del tipo de Rutas Alternas, o la terrible traducción de canciones que hace el fulanito de Leyendas del Rock. Más allá de escuchar a vejestorios como Joni Mitchell, o aceptar que escuchas pop en español cuando nadie te está viendo.

Amo la música, con todo lo trágico, geek y nostálgico que ello conlleva. Una desgracia sin violincitos no sabe igual de amarga. Y una victoria sin el sonsonete de U2 con alguna chaqueta mental como Beautiful Day no tiene el mismo sabor.

Buen día, melómanos.

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