lunes, 7 de junio de 2010

Gastar un nombre

Pienso a veces que ha llegado la hora de callar.
Dejar a un lado las palabras,
las pobres palabras usadas
hasta sus últimas cuerdas,
vejadas una y otra vez
hasta haber perdido
el más leve signo
de su original intención
de nombrar las cosas […]
-Álvaro Mutis


Gastar un nombre hace que se vuelva cada vez más insípido el pronunciarlo. Se va borrando poco a poco el matiz del color, de un brillante color mamey a un ridículo cremita cutre; se va perdiendo el sentido de la fonética, se deshilachan las letras la una de la otra y se percibe el vacío entre sílabas. Y uno lo dice como escupe el buenos días, salud, gracias, de nada, con permiso, todas esas palabras que la gente dice por default y sin un gramo de alma en la entonación.

Gastar un nombre es perderle el miedo a las palabras grandotas. Es apachurrar las mayúsculas y decirles, mira, no te tengo miedo, no me tiemblan más los labios y ya no te aderezo de significados inservibles. Gastar un nombre es adherirse a las era de los desechables y tirar el sentimentalismo, junto con los Kleenex y las plumas Bic olvidadas. Privarles de su sentido es arrebatarles el poder que, quién sabe cómo, obtuvieron sobre uno.

Puedo llamarte en donde sea. En la fila del supermercado, en el tráfico de las cinco de la tarde, en el café de la mañana y en mi cita con el dentista; puedo soltar tu nombre y volverlo un adjetivo, un adverbio, una simple coma que antecede otro tópico, muy distinto del anterior. Y nadie se da cuenta. Porque se resbala con la familiaridad de la costumbre. Digo tu nombre y suena a un comentario transitorio, como ‘pásame la sal’ o ‘cómo te ha ido’. Digo tu nombre y en verdad no estoy diciendo nada. Dejo un hueco y presiono mute por una centésima de segundo.

Gastar un nombre es cauterizar heridas. Uno no se cura; pero al menos deja de sangrar. Es hacerse tonto y creerse su propio cuento de que nada nos hace daño ahora. Es el método del que se rehúsa a olvidar.

Gastar un nombre es aprender a vivir entre fantasmas.

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