lunes, 25 de octubre de 2010

Quiero, quiero, quiero

DISCLAIMER: la primera versión de esto tenía un tono muy distinto. Pero ya me pusieron de buenas, pues’n… :)
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Quiero encontrar el tapete frontal perdido de mi coche destartalado. Quiero volver a comer como la gente normal, y no seguir refugiándome en el bote de nieve bajo en calorías a horas non sanctas de la noche. Quiero dejar mi adicción a las tijeras (y mi tía quiere que ya no deje mechones de pelo en el lavabo), dejar la desidia y parchar esas llantas para ir a pedalear por la Vía RecreActiva.

Quiero volver a tenerle amor a mi sacrosanto tiempo de meditación sudorosa en el gimnasio. Volver a sentir la satisfacción de haber escrito una canción apachurradora de ánimos, volver a reír sin comprimidos, y llorar a gusto y con el diván a distancia. Quiero reportear como desaforada y escribir softnews delirantes, porque estoy plenamente convencida de que la literatura de baño nos sacará de la miseria nacional. Quiero un corcho personal en mi escritorio para llenarlo de tonterías sentimentales que indican que un puesto de trabajo es tuyo, tuyo, todo tuyo (aunque ni lo es, querida ilusa), y quiero el delicioso movimiento de mi mano temblorosa, aferrada a la grabadora que registra chaquetas mentales de un rockstar de cochera.

Quiero dejarme de estupideces mentales, existenciales y preconcebidas, para poder abrazarte a medio pasillo y besarte a media calle. Quiero más reuniones post-clase y pláticas triviales en el estacionamiento, antes del odioso momento de tener que bajarme de tu coche. Quiero flores y velas (citando a Feri, of all people), que me sorprendas, me quites la paz y el hambre (esa urge), quitarte yo el sueño todas las noches y llenar tu mente de esas canciones que, como buena currrrrsi closetera, elijo los viernes para ti.

Quiero dejar de decirte cosas hirientes para tapar mi vulnerabilidad. Quiero más películas del cineforo, libros, post-its, mensajes de texto y café en cantidades peligrosas. Quiero que vuelvas a limitarte a contemplarme, que nadie te lo ha prohibido. Que me tomes de la mano en la calle y vuelvas a detenerme a medio paso como lo hacías antes. Quiero que sea Chapala todos los días, que llegues a la hora que dices, que no se te olvide abrirme la puerta y que te lleves con mis amigas de una buena vez.

Te quiero conmigo como vengas, como salgas y con todos tus berrinches, tu carácter y tu esnobismo musical impenetrable… y quiero que me quieras contigo con todo y que me fascine la Gaga, se me bote la canica cada tercer día, repita vestidos, olvide la fecha exacta de tu cumpleaños y tenga hora de llegada en mis casas, y, como decía el buen Sabina, lo que yo quiero, muchacho de ojos tristes, mochila Chenson y pelo alborotado (adición nuestra sin permiso del autor, of course), es que mueras por mí.

martes, 19 de octubre de 2010

No mames, güey, no seas culero, güey, vamos por unas chelas, güey

Sentarse en la Plaza de los 50 Años del ITESO es un suplicio para una mujer sin audífonos. Un reverendo suplicio. Invariablemente, hay que compartir la mesa con un ingeniero, que junto con sus compas destruye el lenguaje de Cervantes, recitando las diferentes conjugaciones y derivados de chingar, llamándole güey hasta a su madre, y agregándole el adjetivo pinche a cualquier sustantivo que ose cruzarse por su lengua.

Todos son cabrones, pendejos, putos y viejas rete culeras. Demeritan de maneras impensables su miembro masculino, usándolo como adjetivo, pronombre, adverbio… todo mundo se las croma, pero, bueh, al menos en espíritu, a los pobres.

Todo tiene doble sentido y referencia directa con alguna posición sexual (la cual, de seguro no han probado en su chaqueteada vida).

Hay que soportar sus chistes obscenos que, para colmo, son malos, misóginos, y excedentes de altisonantes. Hay que escuchar con paciencia budista OTRA más de sus pedotas y la pinchi vieja que me agarré, güey. Pueden hablar animadamente por cuarenta y cinco minutos con punto y coma y santo y seña sobre cada detalle inútil de sus crudas y sus coches. Y YA. No hay más. Se despiden cual homies en su barrio, y planean en su apretada agenda OTRA sacrosanta ida por unas chelas.

Los ingenieros del ITESO (no, ya sé, no todos, pero sí más de los necesarios), a falta de léxico, coeficiente y buenas cogidas, arruinan lo sabroso de maldecir. Son un asco con sobrepeso y déficit de sustantivos, que ojalá sean siempre presa de los retenes, los abusos de poder del cuerpo policiaco, y las mujeres apretadas.

viernes, 15 de octubre de 2010

¿Ves? ¿Ves lo que hiciste?

Se me acaban los pretextos para escribir canciones tristes.
Se me acaban las palabras
Los puntos
Las comas
El aire
Los comprimidos, el asco y la euforia artificial.
Se me acaban y es ahí donde empiezas tú y todo lo que me quita el sueño.
Y doy trescientas vueltas en la cama, miro el reloj con religiosidad y cuento horas…
Ya no cuento días.
Que pinche buena suerte.

Y me duele la boca de tanto sonreír.
Me duelen las manos, los oídos, las ganas, me duele el abismo vacío y gélido que está en la palanca de velocidades, el pelo encima de tu nariz, me duele la página 365 de El Manantial, el Espantapájaros 18 de Girondo y los primeros cuatro acordes de Slow Dancing in a Burning Room.
Me duelen las pestañas de obligarlas a no parpadear, porque me pierdo de milésimas de segundo, de milésimas de un gesto y milésimas de tiempo acumulado que no tendré que volver a esperar.
Que pinche buena suerte.

El secreto está seguro.
Sólo tu perra lo sabía todo…
Tú, yo y el pretil de la cocina.
Y la maldita puerta de tu coche.
Y la esquina de Viajes Prego.
Y un cuarto de los cafés de Guadalajara.
Y nadie más.
Creo que también el viene-viene del Rusty, ¿pero qué importa?
El secreto está seguro con él también.
Que pinche buena suerte.

No puedo concentrarme en escribir por encargo.
No puedo comer, no puedo pensar, no puedo hacer más que llenar mi mente de Belle and Sebastian y besos escritos en mi pantalla.
No puedo alegrarme de por fin haber encontrado el vestido perfecto.
De haber hallado unos tacones cómodos para no azotar y un collar cargado y aparatoso como me gusta.
De no parecer ballena jorobada enfundada en un montón de holanes color hueso y zapatos de bola de disco.
No puedo alegrarme porque no estarás aquí para verme.
Que pinche mala suerte.

sábado, 9 de octubre de 2010

Ad Nauseam II

Hay una línea frágil y escurridiza en el agua. En la tormenta interna y el millar de neuronas que luchan, abrazadas al peñasco de la cordura, por mantenerse a flote.

Es tan fácil dejarse ir.

Hay goteras en la esquina derecha del cerebro. Splash. Splash. Drip. Drip. Alguien toca la puerta. Pum. Pum. Ding. Dong. Déjame entrar. Anda. Déjame llevarte conmigo.

Hay un diluvio universal en la orilla del escritorio. El agua me llega a la nariz, pero no me muevo de la silla. La tormenta se vuelve nada si me hundo. Enmudece allá abajo, donde el vacío amortigua los golpes y la luz no deja trazos azules del agua. Donde no veo nada y no oigo nada y soy yo sin nada ni nadie. Donde no soy nadie.

Es tan fácil dejarse hundir.

Fluoxetina y Olanzapina se juegan un chin guas pul por mi cabeza. Quien pierda se quedará con las hojas membretadas, para hacer barquitos que naufraguen en el remolino del excusado. Quien gane descompondrá la báscula, tapará todos los espejos y conseguirá un buen corrector para las ojeras. Me subirá a un par de tacones. Me pintará una sonrisa chueca y me obligará a caminar erguida. Me soplará al oído las frases básicas para mantener una conversación, me hará reír estrepitosamente y me dejará hundirme en las cobijas todas las noches, exhausta, hambrienta, sedada, jodida, para levantarme la mañana siguiente y subirme a otro par de tacones, volver a caminar erguida, volver a sostener conversaciones, volver a reír con descaro, volver al hueco de las sábanas, y volver a salir a la calle, a hacerlo todo, todo, todo una y otra vez, y otra y otra y otra más.

Es tan fácil dejar de fingir.

sábado, 2 de octubre de 2010

Adióoos, chula

A las ocho de la mañana y a media Plaza de la Liberación del Centro Histórico, un hombre me intercepta con la trillada y bien consabida frase de acoso sexual soft-core: “Adióoooos, chula”, seguido de un, “¿por qué tan seria, mamacita? ¿Amaneciste de malas?”. El hombre, que no puedo describir porque procuré no mirarlo, me siguió cinco pasos. No sé por qué temía más, si por mi castidad o por mi computadora colgando de mi hombro.

Al cruzar la calle para tomar Pino Suárez, un hombre, cuyo brazo se desborda de la ventana de su pick-up, me manda un beso tronador y sonríe con satisfacción al ver que lo ignoro.

Al llegar a Independencia, busco el edificio en el que tengo mi cita… y la puerta está después del Registro Civil, en el cual hay (no miento) cinco hombres con playera golpea-esposas leyendo El Tren, recargados en fila india frente a la banqueta. Admito que la Adris ranchera pensó en cambiarse de banqueta… pero no lo hago. Soy una mujer del siglo XXI, con todo el derecho de pavonearse con la frente en alto frente a gañanes con los pozoles de fuera sin recibir un solo ataque, porque soy lo suficientemente tolerante (y estúpida) para alejarme del prejuicio de su facha.

Respiro hondo y cruzo el corredor de linchamiento… no me chiflan, pero siento sus ojos clavados en el espacio entre escote de mi blusa y mi cara, y cuando logro pasar ilesa, volteo para atrás para confirmar que están investigando si traigo la cajuela cargada (thank you, Fergie, por la metáfora corriente).

Saliendo de mi cita, me digo, ¿por qué no? Vamos festejando este pequeñito triunfo de mi vida profesional con un poco de azúcar. Me instalo en una de las mesas fuera del Café Degollado, y pido un americano y un muffin de nuez. Exquisito. Prendo un cigarro, bebo, chismorreo de la plática de un par de burócratas de la mesa de junto, y observo a las personas que pasan frente a mí. Veo mujeres con tacones demasiado altos, que caminan con torpeza, y hombres que van hacia el otro lado y dan un vistazo hacia atrás para verlas. Mi distanciamiento del prejuicio es medianamente correcto; no por tener facha de albañil eres el único que sabe eso de las miradas lascivas… un hombre de traje hablando por celular casi le da tortícolis por seguir la trayectoria de una secretaria con unos pantalones un tanto entallados para su voluptuosa figura.

Estoy a punto de pedir la cuenta, y un vagabundo que pasaba por ahí se acerca a mi mesa y sin mirarme ni decirme nada, acerca la mano y se lleva dos sobres de azúcar. Es el primer hombre de la mañana que no me da miedo, pero el mesero lo corre con violencia e insultos.

“Te asustó el huey, ¿verdad?” La condescendencia me duele en los oídos al escuchar al mesero, mientras le pago la cuenta. Reconozco esa mirada. Toda la mañana me miraron como pedazo de carne, y ahora este tipo de acento raro me ve con burla.

Me dice que es de Montreal, que él ama el Centro Histórico, que ama todos los centros de las ciudades y que no entiende a esas mujeres tapatías fresas que no les gusta caminar por aquí porque les chiflan o les piden dinero.

“Son inofensivos todos”, me dice, “me gusta eso del mexicano, sus peropos.”

No me molesto en corregirle al francocanadiense éste. No le digo que nadie adora esta puta ciudad jodida como yo, ni que una cosa son piropos, y otra muy distinta el acoso. Hay que llamar a las cosas por su nombre.
Porque nunca va a entender. Ni él, ni muchos hombres, ni incluso miles de mujeres. Que es ignorante y tercermundista decir que son ‘inofensivos’ sólo por el hecho de que se quedan en palabras y miradas. No necesitan tocarme para que yo me sienta invadida. No tienen ningún derecho de mirarme y hablarme así. Ni uno solo. Y el primer error de una mujer es ignorarlo, hacer como que no escucha o como que no ve. El segundo es hacer todo lo contrario; hacer una seña, gritar un insulto o cualquier otro tipo de provocación puede ser peligroso.

La única opción es hacerle ver la mierda de ser humano que es, tolerando la ofensa de frente. Al menos para quitarle la satisfacción de que ha cumplido el objetivo de intimidarte.

La próxima vez que un imbécil me grite algo en la calle, lo voy a mirar directamente a los ojos.