miércoles, 14 de julio de 2010

Fashionably late, my ass

Para Aito, que me metió la puntualidad a coscorrones.


Ya no te espero
Ya es el tiempo que fascina
Ya es bendición que camina
A manos del desespero
-Silvio, of course


En esta ciudad de climas bochornosos, viaductos fallidos y relojes sin sincronizar, todo mundo llega tarde. Así las cosas. Uno planea un evento, una cita, un café, y ya sabe de antemano que la gente llegará media hora después de lo estipulado; así que “le gana tiempo al tiempo”, y recorre horarios, asumiendo que todo mundo maneja su relatividad tan tropezada del tiempo.

Es el modus vivendi tercermundista: Fulano dice “llego a las 8:00, 8:30”, y Mengano, automáticamente y por consenso, entiende y espera que Fulano llegue a las 9:00. Así que Mengano llega a las 9:30… insisto, para ganarle tiempo al tiempo y no esperar. Y ni con eso, porque Fulano aún no llega.

Rebuscado o no, la gente se entiende en ese lenguaje; el de los impuntuales. Este gremio usa el reloj de pulsera como mero accesorio, indistinto de un anillo o un par de calcetines. Reza cual mantra la frase milenaria “más vale tarde que nunca”, y se excusa en los elementos folclóricos de esta pobre ciudad malhecha: los baches, la lluvia, López Mateos sin viaducto, el semáforo descompuesto de Federalismo, otra marcha gay en el camino, no pasaba mi camión, se me desarmó la bicicleta entera a medio rodeo de La Minerva, se inundó otra vez el túnel de Hidalgo por culpa de los homlessitos que tiran su basura en las cloacas aunque el H. Municipio dizque lo limpió hace dos semanas, la estúpida construcción del estúpido puente atirantado del estúpido Gobernador…

Ah, la lista inacabable de los imprevistos. Que, no lo dudo, son ciertos y son reales. Tapatilandia, mi pobre y húmeda ciudad, no está diseñada para fomentar la puntualidad. Pero no es excusa. Dichos imprevistos no se le pueden perdonar a alguien que lleva más de 5 años viviendo en esta ciudad y sabe de qué peca más.

Los impuntuales están en un lugar muy especial de mi lista de cosas que me desesperan. Hay que retrasar nuestra vida como una media hora para estar al corriente con ellos. Hay que aficionarnos a las revistas médicas y tolerar la segunda vuelta del disco de Alejandro Fernández en las bocinas de la secretaria. Hay que habituarnos a la idea de que van a pisotear nuestro tiempo, y respirar hondo, muy hondo, implorando a Buda por paciencia.

Más vale tarde que nunca, dicen estas personitas al llegar. Se sientan en la mesa con una frescura y un descaro… ignoran cómo se te acalambraron los dedos por tamborilearlos en la mesa, ignoran los tres vasos que tienes vacíos frente a ti y la cantidad de servilletas con las que entrenaste tus conocimientos de papiroflexia. Hay un zoológico de origami en sus narices, y ellos ni atisban un intento de disculpa honesta.

Es por eso que odiamos la impuntualidad (los que la odiamos, pues; que, por lo visto, no han de ser muchos); por el calvario que es eso de estar esperando.

No me importa lo que digan los teóricos. Bauhman, Baudrillard, todos esos que condenan la impaciencia de las nuevas generaciones, amantes del fast-food y la liquidez efímera de nuestras propias pasiones; desesperarse porque alguien no llega es un síntoma before Jesus Christ. No es nuevo, ni es enfermedad generacional, ni es culpa de las pinchimil nuevas tecnologías de la información, ni hemos descubierto el hilo negro con un nuevo patrón de absorción y compresión de tiempo, ni nada de esas cosas que los comunico-locos escupen por tener algo qué decir.

Jorge Bucay (sí, me da un poquito de pena citarlo) escribió que uno odia esperar por la sensación de estar perdiendo el tiempo. Después agregó unos parrafitos de superación personal, en los que el personaje de su cuasi-novela tiene la epifanía de que no hay mejor manera de invertir el tiempo que en esperar al ser amado.

Seguramente Bucay no ha esperado una hora entera afuera de la Expo Guadalajara, bajo los rayos de sol de las 12 de la tarde y entre una multitud de pubertos ruidosos, a su ser amado, que ni celular tiene pa’ avisar que llegará “un poquito tarde” a su rendezvous con la pendeja ésta que sigue paradota y sudando la gota gorda, ahí, esperándolo.

(Proyección innecesaria, disculpe ud. las molestias)

No, señor Bucay; plagiar libros (o “citarlos indebidamente”, pues, no se me enoje) ha afectado su juicio. Esperar al ser amado impuntual y descortés NO ES una buena manera de invertir el tiempo. Esperar, a quien sea y punto, no es invertir. Es malgastar. Es usar el tiempo, el cual pudo haber sido utilizado en cosas más productivas, en simplemente estar sentado y con los ojos clavados en el reloj.

Como siempre, toooda la culpa la tiene mi padre. Que me enseño a no hacer perder el tiempo a la gente de maneras tan efectivas, que incluso todavía me pongo nerviosa antes de ordenar algo en un restaurante, por miedo a que mi indecisión le cueste al mesero o cajero un minuto de su tiempo. Su sapiencia era precisa y diplomática. “Nunca llegues diez minutos antes”, decía, “eso también es una falta de respeto. Si llegas antes, haz tiempo donde sea, y timbra a los dos minutos de la hora que acordaste”.

No, no tengo el Manual de Carreño tan memorizado como mi padre; pero Alá en Su infinita sabiduría es testigo de que, al menos, lucho todos los días por ser más puntual, y me siento una basura humana cuando no lo soy. Y eso me ha costado varias rabietas, porque el resto del mundo no parece hacerlo conmigo.

He esperado muchas veces. A muchas personas. A todas de distintas maneras, en distintos contextos y en muy variados intervalos de tiempo. Seres amados y no tanto. He perdido reservaciones, apartado lugares en vano, contado días en el calendario, repasado TV y Novelas enteras, leído de pe a pa folletos de osteoporosis y cáncer de próstata, he matado tiempo dándole vueltas a la Minerva (true story), hasta me he sentado en las escaleras de la dulcería del cine, como perro abandonado, con los tickets en la mano veinte minutos después de que empezó la función (pero te perdono, Chio, nos la pasamos bien).

Tengo mis estrategias de espera. Supervivencia 101 Para el que Espera en Lugares Públicos (en privado puedes hacer berrinche a gusto):

-No miro el celular como pretexto para estar viendo algo. No me avergüenza, sí, estoy esperando, una vez es suficiente para saber la hora, mirar la pantalla para “disimular” no deja de evidenciar que estoy sola en un lugar público en el que tal vez es políticamente correcto estar acompañada.

-Marco a los cinco minutos de haber llegado. Para hacer presión, pues, y canalizar positivamente mi frustración. Esperar 15 minutos nunca ha matado a nadie, y no es tan grave… todavía.

-Cargo libros ligeros en la bolsa (prohibidos autores como Ayn Rand o García Márquez, así como ediciones de pasta dura, porque dislocan el hombro); se me pasa el tiempo más rápido, y también sirve para escuchar conversaciones ajenas sin ser muy obvia. Es divertido. Recomiendo con todo el conocimiento de causa escuchar conversaciones ajenas de mujeres de 20 a 30 años en el Café Barra Café y en los Starbucks. Qué cosas...

-Pasados veinte minutos, ordeno de tomar. Generalmente, ver la taza medio vacía hace sentir mal al impuntual. El cenicero con dos colillas también.

-Hago preguntas casuales al mesero. Hablar con ellos alivia la tensión, porque seguido te cuentan anécdotas de otros pobres diablos “que sí dejaron plantados de a deveras”; ah, y cuando éste ve por fin llegar al dichoso impuntual, generalmente hace un comentario al respecto; “Ay, qué bueno que no te dejaron solita”, “¿Ves? Te dije que sí iba a llegar”. Esto también puede hacer sentir mal al imberbe sin noción del tiempo.

-Lleno mi agenda, me leo todo el menú, limpio mi bolsa, maldigo a todos los dioses, pienso en torturas chinas y empalamientos, calibres de pistolas, bats de metal, armas blancas que puedo armar con los utensilios de la mesa, reacomodo los manteles y hago figuras con los sobres de azúcar, alejo el celular al otro extremo, respiro hondo, cuento respiraciones hasta que se vuelven hiperventilación…

Las salas de espera de doctores son otra cosa: es un insulto porque ahí hay dinero de por medio. Son un infierno que acaba hasta con los más pacientes (no pun intended):

-Llevo audífonos para evitar las conversaciones; no tengo ganas de saber cómo está la infección en el u yu yuy de Chuchita, ni de cómo las ronchas de Pedrito se le esparcieron hasta el ya-te-la-you-know, “y el Dr. Rosales lo salvó, Lupe, por ésta te lo juro”. También sirven para bloquear la frecuencia de Amor 93.1 FM que tanto aman las secretarias.

-Mantengo mis manos lejos de cualquier revista médica y cualquier suplemento académico… las salas de espera ameritan lecturas más banales, y se aprecia cualquier Hola, Como y Vanidades que tengan. Es el momento perfecto para llenar mi stock de sabiduría, y enterarme por fin si Belinda le entró acá con Mohamed o nel, apreciar la celulitis de la Princesa Estefanía en sus vacaciones por el Mediterráneo, y “¡las trescientas veinticinco mil posiciones en la cama que lo marearán a él y te dejarán en el hospital a ti!”.

-Evito contacto con las secretarias, todo lo que saben decir es “en un momento te paso”… y su definición de “un momento” es demasiado relativa; he dejado de ir con buenos doctores por hacerme esperar más de una hora, para una consulta de diez minutos. Me importa una pura y dos con sal que sea culpa de los pacientes, no es excusa; mi nutrióloga no atiende a nadie que llegue diez minutos después, para no entorpecer el ritmo de sus citas. ESO es educación.

Se preguntarán ustedes, mis queridos dos lectores y medio, por qué entonces, dado mi amplio currículum de calentar sillas en lugares públicos, no me levanto, tomo mi lectura de baño y me largo, si tanto odio esperar. Por qué no me doy por vencida a los 30 minutos y me retiro con todo y mi dignidad…

No tengo la más remota idea. Supongo que por estúpida. Porque una dice, “¡te estuve esperando como estúpida!”, y no falta el gaznápiro que suelta un “bueno, cada quién espera como quiere”.

Es que no hay otra forma de esperar más que esa. Y no hay otra denominación para quien tira el tiempo tan inútilmente por alguien que no tuvo la consideración con una; que tuvo el cinismo de salir 5 minutos antes de la hora, y llega como si nada.

A veces preferiría que no llegaran.

Porque es horrible cuando el individuo llega y me encuentra, cual Penélope Región 4, hilando como babosa los reclamos que, al final de cuentas, no puedo ni siquiera decir.

Porque me lo merezco. Sí, sí que me lo merezco. Por quedarme esperando. Por tenerle consideración alguien que no cree que valgo la pena como para salirse de donde esté cuarenta minutos antes. Me lo merezco por pensar en tooodas las razones por las cuales detesto que me hagan esto, pero seguir ahí, parada en el tumulto, porque “no vaya a ser que se preocupe de no verme aquí”. Me lo merezco por pensar que, al menos, llegará hincado y pidiendo perdón por su falta, como si yo fuese su Basílica de Zapopan en 12 de octubre…

Y sólo llega, se encoje de hombros, sonríe y dice: “¿Te hice esperar mucho?”.

1 comentario:

  1. cielos!!
    la vez que esperé más tiempo, fue a uno de mis mejores amigos, por CUATRO HORAS, no mames que idiotez de mi parte esperar, y el tipo este super fresco con una disculpa forzada, y me inventé haber estado ocupado haciendo cosas por ahí. Pero la verdad es que también a veces llego tarde y hago esperar a la gente, pero me da mucha pena cuando sucede, aunque trate de llamar para avisar :/

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