viernes, 25 de junio de 2010

Desde las trincheras...

(... o el remedo de de salón de cómputo en el estacionamiento subterráneo de un periódico quesque renombrado)

Porque en tiempos de guerra, cualquier hoyo es trinchera, aquí está Agris P. Parker, reportándose desde un pedazo de oficina por debajo de Mariano Otero. Aunque el aire acondicionado nos obliga a todos los ocupantes a cargar suéter en verano, el clima gélido del cuarto de 8x8m pinta mejor que el diluvio universal. Nos aguantamos el olor a aceite, el hambre y las ganas de fumar, y con paciencia budista redactamos notas futboleras.

Aquí, resguardaditos del mundo real, quince humanos hechos un revolvedero de nervios comparecemos ante la directora de la sección de Nacional. Los quince comemos y respiramos normas de redacción periodística; hemos hecho del Manual de Estilo de este periódico nuestra lectura de baño, nuestro Corán, nuestro Libro Vaquero, el Padrenuestro de todas las mañanas, el principio y fin de toda nuestra mísera existencia de desempleados peleando por un gafete y estacionamiento techado. Nos brillan los ojitos al ver los escritorios desocupados de allá arriba. Y estamos dispuestos a lo que sea por sentarnos en uno de ellos; lo que SEA. Usar tacones y corbata, leer en la sección de socials cómo las “socialités” tapatiosas disfrutan del fútbol con su Coca de dieta y sus playeras originales, someternos a exámenes de siglas como Canirac, Condusef, y saber quién diablos es el presidente de la AMIA, más recibir día tras día anotaciones en tinta roja en nuestros textos... y en nuestras almas.

Llueve. Para variar, llueve. Hay gente hecha sopa, seis metros más arriba de nosotros, corriendo con sus paraguas rotos. Peatones desamparados, conductores atorados en baches e inundaciones, con la frustración del tiempo perdido, el hambre, la puta soledad, los achaques, el tedio, los descuartizados en Tlajomulco, los corazones rotos disfrazados de caras largas, el granizo en el parabrisas...

...y yo sueño. Sueño con un café decente, recién hecho, con canela y sin residuos de la máquina. Sueño con quitarme los tacones y los aretes, y caminar descalza por la casa, viendo llover con mi lista de reproducción titulada “Concha” y mis lecturas superficiales. Sueño con el viaje a Tapalpa que me fue arrebatado por deberes noticiosos del fin de semana, con el atole calientito que no tomaré y las garnachas de la fonda de Doña Ramona que no probaré. Sueño con su empedrado mojado, su olor a tierra, el silencio ocioso de sus calles por las tardes, las trompetas pueblerinas de las noches en la plaza...

En fin, se entiende la idea. Sueño. Mientras escribo por decimosexta vez una nota roja de un tal fulano Pedrozo que fue atropellado, y cada corrección me tritura más lo poco que queda de mi ego.

sábado, 19 de junio de 2010

8 centímetros extra

Todo mundo, desde Mahoma hasta la monja buena onda de La Novicia Rebelde, pasando por Gandhi, Jesus Christ Superstar y Miley Cirus, la usa. Todos. Es la metáfora por ex-ce-len-cia en cualquier libro de superación personal de Sanborns y calendario de Paulo Coelho. En cualquier canción inspiradora con cellos cursis, ahí está: la montaña. Ah, la bendita montaña. El montón de tierra que simboliza la realización de un esfuerzo para alcanzar una meta.

La vida sin baches, cerros y curvas no es nada. La canija a fuerzas debe joderte con alguna irregularidad geológica para que le sudes, porque hay que hacerla de emoción de vez en cuando. De acuerdo con cualquier ideología religiosa, uno no aprende ni se purifica más que a base de cachiporrazos, rodillas sangradas y niveles estratosféricos de altitud; para que, cuando uno alcance la gloria (la cima del Izta, el final del maratón, la superficie de un bache marca Tapatilandia), pueda valorar más el momento por la sencilla razón de que le costó uno y la mitad del otro llegar hasta ahí.

A mí la vida no me puso ninguna montaña qué escalar. Se vio castigadora y, en vez de montonones de piedras y matorrales, colocó frente a mí algo más aterrador: un par de tacones. Y mi reto no sólo consiste en treparme y mantener el equilibrio una vez allá arriba… además debo andar por la calle encima de ellos.

Tal vez quien lea esto pensará que estoy exagerando. Quien lea esto de seguro no me ha visto caminar en ellos. Soy una desgracia parada en ocho centímetros extra.

Circunstancias profesionales me han llevado a tener que enfrentarme con el demonio que había evitado exitosamente por once años. Once años en los que me burlé de al menos una de tantas prácticas de tortura que se integran al paradigma occidental de lo que es la feminidad. Porque hay que admitirlo: ser mujer duele, literalmente.

Tenemos que arrancar al menos el 80 porciento del vello que cubre nuestro cuerpo cada semana, comer menos de 2,500 calorías (ya sea con prácticas tan sanas como el ejercicio o tan viles como provocarse el vómito), usar brasier con varilla, entrar en las tallas reducidas, reprimir el deseo sexual frente a la sociedad, cargar una maldita bolsa, desmadrar todo, TODO el cuerpo en el embarazo, echarse plastas de maquillaje, gastar en maquillaje, tener menos habilidad psicomotriz y cargar con el estigma de ser malas conductoras, el asqueroso síndrome premenstrual, la menstruación, la menopausia, el cáncer de mama, el cáncer cérvico-uterino, las infecciones vaginales, tener que sentarse para ir al baño, usar acondicionador, ser un blanco más fácil para los asaltos con arma blanca y las violaciones, padecer celulitis y estrías, la orzuela, los cólicos, las quemaduras de segundo grado por usar la plancha, la secadora, el comal y las ollas exprés, tener que ser el mercado meta de la industria hollywoodense de adaptaciones de novelas de Nicholas Sparks , padecer y encarnar los clichés y paradigmas de la sociedad machista latinoamericana, tener que aprender a cocinar y soportar los cursos de etiqueta, ser culpada del acoso sexual por “provocar” a los hombres con la vestimenta, formar parte de los grupos sociales segregados por el simple hecho de tener una vagina…

Creo que me doy a entender. De todas éstas y un titipuchal más de razones que no recuerdo ahora, la renuencia a usar tacones era, por un lado, mi pequeña protesta pacífica. No me incendio como monje tibetano… nomás ando con los pies un poquito más cerca de la tierra, y miro hacia arriba a todo mundo como si fuera yo quien los estuviera viendo por debajo del hombro.

Pero no todo se trata de mi complejo de Gandhi y mi terror a los callos. Uno siempre señala lo que en el fondo resiente. Y personas como yo, que estamos condicionadas para apartarnos siempre del común denominador, siempre traemos lastres cargando. No hay criatura más lastimada que una mujer que quiere ser intelectual.

Yo lo sé. Mi eterno pataleo con el mundo se resume en que me he pasado la vida compensando por algo que nunca he tenido.

La verdad es que siempre me he sentido en desventaja. La verdad es que me siento hecha a la mitad por nunca dominar las frivolidades elementales de ser mujer. Cuando era tiempo de aprender, me burlé de todas ellas; no quise escuchar, o no supe cómo. Y cuando por fin tuve la humildad de pedir ayuda, me encontré sola y en el matadero. Por eso me he pasado los últimos cuatro años poniéndome al corriente, a tropezones y metidas de pata, de todo el tiempo que me perdí del girl camp de la vida. Y no es nada fácil. Tengo casi 23 años y aún no sé cómo pintarme las uñas. Dejando de lado que es bastante chistoso, eso tiene un trasfondo histórico, social y, sobre todo, emocional.

A esta intelectualoide, amante de las chanclas y Juan Villoro, enemiga acérrima de Soy Totalmente Palacio y el ridículo remedo de jet-set tapatío le ha tocado la hora de madurar de la manera más inesperada; dejando de compensar con la cabeza lo que cree que el resto de su cuerpo no puede hacer por ella.

La vida es una perra maldita. Y muy lista. Me presentó un reto más difícil de lo que esperaba. No sólo me está haciendo que exprima mis neuronas treinta y cinco horas a la semana, enfrentándome con la obligación de convencer a mis evaluadores, de la manera más hábil y elegante que pueda, que soy una persona inteligente, reflexiva, culta, capaz, comprometida, letrada, elocuente…

Me está exigiendo que lo demuestre parada en un par de tacones.

Y la muy puta sacó todo su arsenal; se ríe de mí mientras me ve llorar dentro de un probador de mujeres, porque tengo un promedio universitario de 9.4 y leo más de diez libros al año, pero no tengo ni la más mínima idea de cómo se acomoda un pantalón plisado con una blusa de holanes cursis. Soy señalada por ufanarme de haber leído a Saramago (RIP) y no conocer una sola canción de Chava Flores. Me obligan a leer la sección de sociales de la misma manera en la que me exigen que reconozca a todo el gabinete presidencial. Y tengo que ver el Mundial. Oh, Dios.

Es una lección de vida. Creo. La hora de crecer y dejarse de tonterías esnobistas. Estoy trepando mi montaña esa, y me queda mucho. Porque, con todo y las connotaciones de elegancia que les son adjudicados, más toda la preparación profesional que se supone que debería de tener, nunca me he sentido más vulnerable que arriba de unos tacones.

lunes, 7 de junio de 2010

Gastar un nombre

Pienso a veces que ha llegado la hora de callar.
Dejar a un lado las palabras,
las pobres palabras usadas
hasta sus últimas cuerdas,
vejadas una y otra vez
hasta haber perdido
el más leve signo
de su original intención
de nombrar las cosas […]
-Álvaro Mutis


Gastar un nombre hace que se vuelva cada vez más insípido el pronunciarlo. Se va borrando poco a poco el matiz del color, de un brillante color mamey a un ridículo cremita cutre; se va perdiendo el sentido de la fonética, se deshilachan las letras la una de la otra y se percibe el vacío entre sílabas. Y uno lo dice como escupe el buenos días, salud, gracias, de nada, con permiso, todas esas palabras que la gente dice por default y sin un gramo de alma en la entonación.

Gastar un nombre es perderle el miedo a las palabras grandotas. Es apachurrar las mayúsculas y decirles, mira, no te tengo miedo, no me tiemblan más los labios y ya no te aderezo de significados inservibles. Gastar un nombre es adherirse a las era de los desechables y tirar el sentimentalismo, junto con los Kleenex y las plumas Bic olvidadas. Privarles de su sentido es arrebatarles el poder que, quién sabe cómo, obtuvieron sobre uno.

Puedo llamarte en donde sea. En la fila del supermercado, en el tráfico de las cinco de la tarde, en el café de la mañana y en mi cita con el dentista; puedo soltar tu nombre y volverlo un adjetivo, un adverbio, una simple coma que antecede otro tópico, muy distinto del anterior. Y nadie se da cuenta. Porque se resbala con la familiaridad de la costumbre. Digo tu nombre y suena a un comentario transitorio, como ‘pásame la sal’ o ‘cómo te ha ido’. Digo tu nombre y en verdad no estoy diciendo nada. Dejo un hueco y presiono mute por una centésima de segundo.

Gastar un nombre es cauterizar heridas. Uno no se cura; pero al menos deja de sangrar. Es hacerse tonto y creerse su propio cuento de que nada nos hace daño ahora. Es el método del que se rehúsa a olvidar.

Gastar un nombre es aprender a vivir entre fantasmas.