lunes, 26 de abril de 2010

... y me acordé de tí.

Cortázar, palabras más, palabras menos, dijo que el llanto termina en el momento que llegan los mocos y uno se suena. Que sólo los niños se aferran a su manga húmeda, y que la duración máxima es de tres minutos.

Monsieur Florencio, estaba usted muy equivocado. Sus aires de savoir faire le soplaron puras pinches mentiras.

Usted, al parecer, no se atragantó con su propia mucosidad, acabó con el arsenal de Kleenex de la casa y lo usó de tapete, para luego seguir goteando por los ojos y la nariz sin protección alguna.

Usted, veo al fin, fue muy pulcro y no dejó las evidencias en su manga, en el colchón o en la punta izquierda del pliegue de su almohada, so pena de traer sentimentalismos mojados a la vista del mundo y de su mucama.

Usted, ahora entiendo, nunca supo la agonía de llorar media hora y nomás no ver el fin.

Usted hoy no me consuela ni madres. Hoy no es mi cronopio, ni mi autopista romántica a París, ni mi rehabilitación de la recaída. Hoy usted es un frívolo en una copia de editorial barata, sermoneando a los que lloramos, hacemos caras y dejamos huella.

Hoy lo cambio a usted por el primer pendejete que venga y me diga que el tiempo que estoy perdiendo en inundar mi colcha es digno de mejores versos.

lunes, 19 de abril de 2010

Correspondencia con el vacío

No human can compose a love letter without seeming slightly insane. Love letters are like suicide notes -- if someone is in the emotional position to consider writing one, they're generally in the worst psychological position to make any cogent sense.
-Chuck Klosterman


De vez en cuando, mi madre se para en el epicentro tercermundista que es mi cuarto y me obliga a recogerlo, so pena de no salir de ahí hasta que no quede ni un papel en el suelo ni un calcetín huérfano en el escritorio, cerca de las tres tazas de café de hace una semana con contenido de dudosa reputación. Hubo un tiempo en el que de mis cajones salía vida minúscula y de ocho patas que había hecho de mi librero su penthouse con vista al mar. Y hasta eran mis amigas –de las 38 mil especies de arañas que existen en el mundo, sólo diez son peligrosas para el ser humano. Estoy segura que mis vecinas no forman parte de esta categoría. Vivo en Zapopan, no Tanzania.

(Pero bueno, el punto no es venir aquí a alardear de mis hábitos de higiene)

Cuando sucede este evento, es cuando me doy cuenta del cuchitril en el que vivo y me tomo una tarde personal, me armo de una bolsa negra y me embarco en la complicada tarea de discernir qué tanto de lo que tengo amontonado en mi sacrosanto lecho constituye lo que comúnmente se denomina como basura. Es arduo. Es controversial. Seis horas después, la bolsa negra permanece vacía casi en su totalidad, porque tengo la maravillosa habilidad de hacer de un ticket de estacionamiento o una corcholata los representantes de mis mejores recuerdos, y archivarlos, como todos los demás.

Tengo una teoría al respecto. Varias, en realidad, pero una se erige por encima de todas las demás: no he recibido suficientes cartas en mi vida.

Alguna vez una amiga, que es mi némesis en asuntos de orden y limpieza, me compartió por toda una tarde sus cajas de recuerdos (Si, hombres que estén leyendo esto, seguimos haciendo eso, somos cursis, es nuestro trademark, viene insertado en nuestro cromosoma X, junto con la menstruación y el multitasking). De sus cajitas de colores pastel saltaron sobres y sobres y más sobres de cartas. Me leyó varias de ellas, me dejó chismear en otras, papelitos de colores, post-its, hojitas membretadas de Hallmark con monitos, fotos decoradas, sobres hechos a mano de materiales inusuales… pfff. Mi envidia no daba para más. Regresé a mi casa a inspeccionar mis cajas… llenas de tickets, de las servilletas con fechas anotadas, de las corcholatas que de seguro tenían un propósito específico para catalizar mi archivo de recuerdos y ahora no sé cuál era, de envolturas de Kinder Sorpresa, una piedra, esquinas de periódico y, oh, menos mal, una que otra carta.

Es triste. No he recibido suficientes cartas. ¿Qué clase de persona soy?

Tengo unas de la secundaria, cuando mi mejor amiga se fue de intercambio y el e-mail no le era permitido en su escuela. Si los reportes de conducta cuentan como cartas, fueron las más prolíficas y románticas que recibí en mis tiempos de pubertad. Tengo conversaciones escritas en la parte de atrás de algún cuaderno e insultos cariñosos de mis compañeros de preparatoria. ¿Eso cuenta?

He tenido un serio problema para elegir a mis amistades… no son mujeres muy creativas, de esas que hacen collages de nuestras super fotos de la peda y las pegan en una superficie que sólo se encuentra en papelerías Lumen, con letreritos con diamantina de BFF... ni hombres en mi vida que se dieran el tiempo de al menos escribir algo lindo en una hoja de block (kudos para la única carta romántica que mi ex novio me escribió unos varios meses antes de salir del clóset).

Sí, mi stock de cartas es pobre. Sin embargo, yo sí escribí muchas cartas. Me inicié de editora literaria a temprana edad: le corregí y aumenté a los poemas y acrósticos de mi hermano para tooodas sus novias. Hice la barbaridad de, en segundo de secundaria, regalarle una canción a mi amor platónico con el que había hablado como DOS veces en la vida (aún no me repongo de mi ridiculez). Le escribí como cinco páginas de Word en Arial 11 a mi mejor amiga de secundaria, la veintiúnica vez que nos peleamos en serio. Agoté mis mejores frases adultas en las pinchimil cartas que le escribí a mi padre cuando nuestra relación era lodosa. Dios mío, las confesiones terribles que hice en papel a mis varios amores no correspondidos de preparatoria. Si alguien debería de estar llena de cartas, al menos por karma, soy yo.

Conservo algunos borradores. Dios santo, las cosas que uno dice. Me leo y me retuerzo de mi propia melosidad. Si tuvieran respuesta, al menos sabría que dicha melosidad era correspondida. Hoy ya no me acuerdo. No tengo palabras bonitas en papelitos perfumados para llevar constancia física de cómo fui querida. Tengo bolsas de cacahuates y etiquetas de cerveza para recordármelo. Tal vez mis amigos se dejaron de pendejadas de la papiroflexia y me lo demostraron de otras maneras. Tal vez los hombres de mi vida fueron todos muy verbales. Así que lleno los huecos con basura que rasqué de los lugares en los que estuvimos para recordarlos. No me dieron material suficiente, pero de eso me encargo yo. De la reconstrucción de nuestras vidas con tiliches.

La tecnología ha contribuido a mi sequía. Los post-its ahora son el equivalente de posteos en el Wall the Facebook, mis fantasías epistolares sólo se han cumplido en bandejas de entrada (pero al menos con remitentes de lugares exóticos). Es una lástima que mis mejores despedidas trágicas hayan sido siempre en formato electrónico, sin el factor estomacal y poético del manchón de tinta, o la letra ininteligible por los espasmos de llanto incómodo.

Escribí el e-mail más triste de mi vida un invierno en Montreal. Mi teclado sufrió las consecuencias, y mis únicos testigos fueron la bandeja de entrada y el ratón debajo de mi refrigerador. Hotmail se tragó mis lágrimas, erradicó la constancia física de que una vez en la vida me desmoroné y sucedió por escrito. Y así lo ha venido haciendo, una y otra vez. No es lo mismo el performance de deshacer en pedazos un papel, una foto o un escrito, que el acto nihilista de oprimir Borrar. Para mí, ese botón en realidad dice “Nunca Existió”.


Pero no pierdo la fe. Tengo una caja vacía todavía.
Algún día, cuando tenga más tiempo y disposición, me daré a la tarea de armar mi ruta, e ir a recuperar todas esas cartas que desperdigué por todos lados y a toda esa gente. A mí me hacen más falta que a todos ellos. En realidad, esas cartas eran para mí. Para que un día recordara quién era yo, en las múltiples etapas de mi vida y en su máxima expresión, con faltas de ortografía y tachones incluidos. Y las guardaré en esa caja, y ya por fin dejaré de llorar por no tener nadie que me escriba ni tener algo de ellos.

Prepárate. Si tienes una carta mía, un día de éstos, no sé cuando, iré a reclamarla.

viernes, 2 de abril de 2010

Adris goes to Chilangoland


El DF es una civilización folclórica y caótica de pinchimil habitantes en sus pinchimil calles, sus pinchimil coches y pinchimil estaciones de metro. Eso dice ésta su servilleta provinciana, tapatía recalcitrante y enoclofóbica. La Ciudad de México me asusta. Ya lo había dicho Fadanelli, la ciudad es un monstruo listo para devorarte.

Opiniones de mis acompañantes en esta travesía cultural me dicen que probablemente mi percepción de la urbe haya sido alterada por cuestiones fisiológicas y cíclicas (el SPM me mata), pero creo que mis hormonas me hicieron tener los ojos más abiertos; las situaciones cotidianas eran una puesta en escena de la idiosincrasia, orquestada sólo para mí.

Enfrenté al monstruo a lo macho: sin ibuprofeno, con Converse viejos y botellas de agua que me eran confiscadas al entrar a los museos. Tragué smog y salí del metro con sudor que sé que no era del todo mío. Comí dos veces al día para salvaguardar nuestro presupuesto y con humildad salía de los lugares cerrados para fumar. Soporté con dignidad silenciosa que me hicieran tirar mi chicle y dejar mi bolsa antes de entrar a los museos, que los elementos de seguridad de las salas me pisaran los talones cuadro por cuadro, como si fuera Aaron Barschack con mi bote de pintura listo, que me negaran mapas porque “se habían terminado” sus fotocopias en formato Word… hasta pagué los míseros diez pesos para que me permitieran sacar mi camarita cutre y tomara fotos piteras sin flash.

La polución sonora en la ciudad es demasiada. Los taxistas tienen un claxon especial, que suena como musiquita; los conductores les pitan con furia a los camiones que están haciendo parada, la gente grita y menta madres si el semáforo se pone en siga y el de adelante tarda un segundo en reaccionar; en cada parada del metro se sube un individuo con una mochila con bocinas para vender discos piratas a diez pesos (Led Zeppelin en la estación Salto del Agua… oh, las sorpresas de la vida)… ansiaba llegar al cuarto de hostal para tener un momento de paz y silencio, pero la bodega de enfrente tuvo fiestas de electrónica las dos noches.

El surrealismo en el DF está a la orden del día. Nos tocaron DOS taxistas que no sabían llegar a La Condesa. Desayunamos en el segundo piso de la Casa de los Azulejos, y el pobre edificio está tan hundido e inclinado, que mi taza de café estaba a dos de derramarse. Uno de mis acompañantes casi se agarra a madrazos con un oficinista del Antiguo Colegio de San Ildefonso porque éste alegaba que no existía la burocracia en la UNAM. Había militares haciéndola de niñeras de turistas en el Palacio Nacional. En la esquina de La Alameda, una policía platicaba amenamente con una vendedora de dvd’s piratas. No hay línea de metro para llegar a la Esquina de la Información de la zona financiera (cierto, los ejecutivos no viajan en metro). Las únicas personas amables con las que nos topamos eran los choferes de camiones y los porteros de los strip joints en la esquina del hostal. Para celebrar La Hora del Planeta, el Ángel de la Independencia iba a apagarse a las 8:30 de la noche… mientras, a sus pies, dos plantas de luz habían sido contratadas para un concierto alusivo al festejo en el Paseo de la Reforma. Por sólo treinta pesos, podías pagar una limpia azteca en el Zócalo… o tres strippers de juguete que movían el trasero si girabas el tubito.

El fin original de mi viaje era realizar una investigación para mi proyecto sobre el Bicentenario de la Independencia de México. Tengo mi cuadernito negro atascado de fichas, nombres de pinturas, anotaciones de los museos, panfletos y panfletos del Gobierno Federal… y no puedo escribir nada que no sean todas las tonterías tan maravillosas y atemorizantes que vi en las esquinas. Debería de estar escribiendo sobre las deficiencias de amabilidad en los museos, la carencia de traducciones de sus fichas históricas, la falta de mapas e innovación en sus salas, mis descubrimientos del arte virreinal y los artistas plásticos del naciente siglo XX que son excelentes y nadie menciona por anteponer a Rivera, Orozco y Kahlo… pero sólo puedo pensar en la musiquita que sale de los claxons, la voz de la señora del Vips predicando el amor de Dios en la mesa de al lado, el olor a coladera y la sensación vertiginosa de estar sentada en un edificio ladeado.