miércoles, 29 de septiembre de 2010

El hubiera (no) existe

En la semana 21 de mi agenda del 2009, en Periférico y López Mateos Sur, en la defensa de una de las pipas de Pemex que transitan por esta ciudad, en el espacio en blanco de una lista de reproducción musical aún sin crear, en el pinche cerro de Tapalpa con el pinche frío y una pinche chamarra que no era mía, en el patio recién llovido de la casa que me ha visto huir y regresar tantas veces a los mismos brazos que nunca se extendieron para alcanzarme, en el asiento trasero de una van del 93, en otra plática inconsecuente sobre Alanis Morissette, en las curvas de la carretera de cuota, entre la borrachera con palabras de demás y el café en cama del día siguiente, en un silencio incómodo frente a platos sin lavar, en el fondo de una taza vacía de Nescafé Clásico, en las cenizas de la fogata y bajo una manta cutre para resguardarse del frío mientras miramos las estrellas y hablamos de todo y de nada y me pregunto de dónde diablos saliste…

… está el principio del fin del principio de todas mis noches sin dormir.

Y nos preguntamos, sentados en el mismo lugar en el que nos vimos las caras hace siglos y siglos y días y días, antes de que todo esto se volviera tan rebuscado… ¿qué hubiera sido de nosotros si no nos hubiéramos conocido?

Tú habrías sido taxista bicicletero del otro lado del charco. ¿Yo? Hmmm… muchas, muchas cosas. Habría usado todo el verano para terminar ese libro quesque dije que escribiría; habría terminado mi lista de películas por ver, mi pelo habría medido unos cuantos metros más, y probablemente no habría escrito tantas canciones inconclusas.

Sí, tal vez nunca hubiera puesto un pie en un gimnasio, ni hubiera subido kilo y medio por una mísera rebanada de pay de limón aderezada con lágrimas. Hubiera seguido plácidamente mi existencia sin Ayn Rand y nunca le hubiera intentado dar una segunda oportunidad a Belle and Sebastian. No habría acosado a José Emilio Pacheco en la FIL. No suspiraría tanto con John Mayer, y estoy convencida de que dejaría de hacer esa estupidez de dejar que mi parabrisas se atasque de lluvia antes de limpiarlo.

No tomaría café molido. Habría dejado a Benedetti de una buena vez en paz. No escribiría en este espacio tanta cosa tan dramática y sentimentaloide. Seguiría ignorando la mitad norte del mapamundi, y no me habría atrevido a bajar música ilegalmente. Eventualmente, pasado mi drama del año pasado, habría seguido adelante, y me habría topado con un ingeniero industrial del Tec que jamás hubiera oído hablar de Cortázar ni hubiera encontrado divertido limitarse a contemplarme, y le gustase eso de irse formal al trabajo.

Habría llorado menos. Habría sonreído menos. No existirían las "instrucciones para leer un correo electrónico esperado". No vería a las hormigas gigantes con ternura, ni habría escuchado a Elliott Smith. Tampoco habría conocido a una perra sorda y metiche, ni tendría esta fascinación por la pasta carbonara y la media luz. Fumaría más. No se me apachuraría el corazón en la mitad de esta ciudad caótica y desangelada.

Es bueno conocerte. Es bueno saber que existes.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Dices que tienes 20, cuando tienes 23

El autor de trilogías de culto en el geekdom gringo, quesque filósofo y Papa del Discordianismo (agnosticismo?) del siglo 20, Robert Anton Wilson, escribió en 1977 un artículo en el que confesó que el primero en creer en el enigma del 23 (base de su trilogía más famosa, Illuminatus! y paranoia por el resto de su vida), fue el escritor William S. Burroughs.

Resulta que todo todo todo todo tiene que ver con el número 23. Todo lo que sucede en nuestras vidas –las tragedias, los eventos desafortunados y las malas decisiones actorales de Jim Carey– tienen al número 23 o un derivado del mismo. Burroughs le contagió esta paranoia matemática al escritor en 1965, de ahí pa’l real, la cosa se puso seria. Una trilogía, terapia y mucha pérdida abundante de cabello después, Wilson se dio cuenta de la inminente realidad: su vida estaba condicionada por el número serial de doble dígito y premisa de novela de ciencia ficción.

Así que ahora haremos el experimento paranoico à la Agris style:

Papi y mami se casaron a los 23 años (creo) y contribuyeron con 23 cromosomas cada uno para que yo existiera. Iba a ser la tercera, pero terminé siendo la segunda (2 y 3: 23). Nací un 20 de septiembre, pesé dos kilos y medio, pero por la sabanita cursi patrocinada por el hospital, agreguémosle 500 gramos más (20+2.5+0.5=23).

A los tres años perdí un diente de leche en un madrazo contra la escalera de 20 escalones de mi casa nueva (3+20=23). Mi madre me bordó 25 vestidos ampones, pero sólo existe un récord fotográfico de 23 (and counting). El 7 de julio de 1997 (23 años después del nacimiento de Kate Moss… que no sé qué pitos tiene qué ver conmigo, pero pues así fue) tuve un accidente automovilístico en el que perdí aún más dientes; actualmente sólo cuento con 23 piezas en mi cavidad dental, más una muela de juicio a medias… así que esa no cuenta.

El 23 de junio de 1970 nació Yann Tiersen, y el de 1914 Pancho Villa le quitó Zacatecas a Huerta. Hace poco conocí a un tipo que tiene 23 años y es fanático de Amelie y las bromas sobre el Bicentenario y Centenario. Mis padres se separaron a los 23 años de casados, mi perra parió trece cachorros a los 23 años perrunos de vida, tengo 23 pares de zapatos, y hoy cumplo 23 años.

Hmmm. La teoría conspiracional del Santo Patrón del Discordianismo no es tan emocionante cuando una lo aplica a su vida. Pero algún toque trágico tenía que meterle al vigésimo tercer aniversario de mi existencia en este mundo. Si no, no sería yo.

Buenas noches, y feliz cumpleaños a mí, a dos patadas valer un cuarto de siglo.


Para leer el manifiesto paranoico (y algo divertido) de Robert Anton Wilson, pinche con su cursor aquí.

lunes, 13 de septiembre de 2010

… So mothers, be good to your daughters too

Lorenza mira a la ventana mientras se avienta un monólogo revelador. Aspira de su Farito sin filtro, apretando la punta con sus uñas color mamey. Ni en las desgracias pierde su pose de drama queen desparpajada; el rímel corrido le alcanza las comisuras de la boca, pero ni se inmuta, orgullosa de sus propias lágrimas. No hay nada más satisfactorio que llorar por una buena razón. Ella, que siempre lo hace por nada.

-No importa lo pródiga que seas –dice entre carcajadas atragantadas de agua salada–; lo ingrata, desconectada, huérfana y puta que te vuelvas. En el fondo, todas, todas, todas no somos más que viles hijas de nuestras madres. Míranos: somos el destajo de sus neurosis y sus traumas; los cuales, por supuesto, vienen de sus propias madres.

Ana se limita a escucharla. Alza la mano para pedirle un toque, y aspira tabaco corriente con dificultad. Pero no tose, por respeto al silencio sepulcral de la pausa de Lorenza en su discurso desquebrajado.

-Neta, míranos –Lorenza continúa, aún con los ojos húmedos clavados en la ventana–. Nunca vamos a salir del círculo. Por los siglos de los siglos, seremos portadoras y otorgadoras de traumas femeninos… a menos que logremos parir puros hombres, seamos lesbianas, abstemias o estériles.

-Siempre puede intentarse romper el patrón…
-Ni madres, jamás. Es imposible.

Otra pausa para darle la última calada al Farito agonizante. El humo espeso empaña la división minúscula entre las dos. Ana toma la bachicha de la mano temblorosa de Lorenza y la aplasta en el cenicero, mientras que Lorenza toma distraídamente otro cigarro de la bolsa de su chamarra.

En circunstancias normales, Ana haría un comentario al respecto de lo dañino que es prender uno detrás de otro, pero decide omitirlo. Sonar maternal en estos momentos no es lo más pedagógico. Se calla la boca con el cigarro que Lorenza le ofrece después de haber prendido el suyo.

Ambas expulsan humo de sus bocas. El cuarto se hace más pequeño y sofocado. Alguien tiene que decir algo. Pronto.

-Nunca podrás huir de tu madre –vuelve Lorenza a su discurso parricida–. Neta, Ana, te lo digo yo que hasta he puesto tres pinches estados y carreteras de cuota de por medio. De nada sirve…
Puedes esconderte en una cueva en el Himalaya o en esta pinche Tapatilandia jodida, a cientos de kilómetros de sus quejumbrosidades… pero su voz provinciana te va a asaltar en los peores momentos. Te digo, creer escuchar a tu madre es la esquizofrenia más socialmente aceptada…
Cada vez que muerdo una galleta entre comidas o tomo mi maldita cápsula bicolor porque no puedo procesar emociones de una manera normal; cuando se me cae el pelo por pasar más de lo necesario boca abajo y frente al excusado, cuando lloro a lo estúpido por las noches como ella lo hacía, la muy mártir… ahí la escucho: ‘Lorenza, hoy no puedo hacer de comer, no, no pude limpiar la casa, no me siento con ánimos de nada… préndeme un cigarro y cierra la puerta cuando te salgas. No, Lorenza, no uses falda, tus piernas están muy anchitas. Gordita, ¿ya viste? Esos jeans no te quedaban tan apretados el mes pasado... No, no alcanzo a ir a tu recital, tengo una conferencia de autoayuda… a ver, sume la panza, enderézate. ¿Vas a salir vestida así? Ay gordita, voy a ir a otro retiro de una semana, tuve una crisis muy fuerte y necesito pensar en mi’.

Lorenza se suena la nariz con la manga de su chamarra. Voltea por fin hacia Ana mientras le da el golpe a su cigarro. Sus uñas mamey brillan en contraste con la palidez de su rostro exprimido por el llanto. Sonríe.

-Pero por fin lo entiendo; es inútil. He dedicado seis años a ser todo menos mi madre. Y no voy a llegar a ningún lado. Luchar contra ella es, en realidad, luchar contra mí. Yo soy mi madre. Ella y todos sus traumas.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Amor en los tiempos del iPod

For me, if we’re talking about romance, cassettes wipe the floor with PM3s. This has nothing to do with superstition, or nostalgia. MP3s buzz straight to your brain. That’s part of what I love about them. But the rhythm of the mix tape is the rhythm of romance, the analog hum of a physical connection between two sloppy, human bodies.

-Rob Sheffield, Love is a Mixtape


La radiografía de nuestras vidas está en todas las listas de reproducción musical. En los mixtapes jodidos que hicimos en preparatoria, en los cassettes olvidados de artistas poperos y melosos de los noventa… en la torre olvidada de discos y la capitalista carátula de un iPod.

Nuestra música es tan personal como las canciones que nos avergüenzan y sólo escuchamos en la seguridad de nuestros audífonos; tan pretenciosa como el long play de The Beatles que colgamos en nuestro cuarto y nunca hemos escuchado en nuestra puta vida; tan dolida como las canciones que tenemos que quitar del radio para no deshacernos en lágrimas tontas; tan predecible como la playlist que pones todas las mañanas camino al trabajo, a la escuela, en el gimnasio… tan espontánea como la bellísima y tontísima felicidad por haber descubierto una nueva banda, y la cursi pregunta de cómo pudiste haber sobrevivido todos estos años de mediocridad musical sin haberla escuchado…

Nunca se está más expuesto que cuando un tercero hurga sin permiso en la biblioteca musical de uno. Nuestra desnudez mide 17 gigabytes y suena a una mezcla aleatoria de sonsonetes que abarcan más décadas que las que uno ha vivido. Sabe a recuerdos que sólo pueden ser desempolvados por las canciones más inesperadas. Y siempre se siente como si fuera la primera vez; la de-virginización de tus oídos y el destape de tu alma con una canción tan esnobista como un b-side de Radiohead, o tan decadente como la Britney en sus buenos tiempos. Suenan los primeros acordes y ya, así de fácil, nos evidenciamos. Salimos del clóset melómano.

Amo la música. Lo digo sin un solo atisbo de exageración. Llevamos una relación de muchos años, por supuesto inestable, y como todo, tenemos nuestras épocas en las que nos adoramos con locura y desenfreno, y otras en las que la quiero agarrar a madrazos.

No funciono sin ella. Dejo que me explique, que lleve la conversación por mí; que me ningunee, que me grite, me deprima y me haga llorar; que me ponga de buenas y me obligue a hacer cosas tan impensables como bailar con mis dos pies izquierdos (el alcohol da el último empujoncito, pero ni le digo, porque se me pone celosa); no me pide que la entienda todo el tiempo, se aguanta cuando la juzgo y todavía tiene la ocurrencia de ponerle chispa a la relación y sorprenderme de vez en cuando. Está en todos los aspectos de mi vida, y es referente omnipresente mi archivo mental; no hay recuerdo en mi cabeza que no tenga una cancioncita de fondo.

Comer y respirar música tiene sus consecuencias desastrosas. Es una montaña rusa, como el efecto que quieres darle a tu mixtape, para que la experiencia musical sea llevadera… y terminas haciendo un aleatorio terrible y tropezado. No, amar la música no es tan glamoroso todo el tiempo.

Implica regresar a cada rato a etapas que uno quisiera borrar, y cada vez que escuches a Sugar Ray antes del sobrepeso de Mark McGrath vuelvas a tener trece años, traigas otra vez esa horrorosa blusa negra de mangas acampanadas que te prestó tu prima, tu planchado disparejo, y estés una vez más en la barra de refrescos de la tardeada de tu escuela católica, suspirando por un puberto del colegio de hombres de la esquina que te ubica como la Daria de la generación…

O, pasados los años de tu lastre social, estés en una reunión de comunicólogos mamertos, que recitan frases de Foucault que leyeron en Selecciones, escuches a la señorita Gaga en las bocinas, y seas la única que comete el faux pas intelectual de cantar con la mano hecha puño (la batiseñal del micrófono).

Implica que cada vez que escuches una canción que te mata y enloquece, escupas un “me encanta esta canción” innecesario, y no puedas concentrarte en la conversación con el individuo frente a ti, por tararear la canción en tu cabeza; y sabes que puedes escucharla mil veces más en otra ocasión, que en ese momento es más importante sonreírle al imberbe que tienes en frente y que te dará ride de regreso a tu casa… pero es imposible. Es más fuerte que tú. TIENES que tararearla como zombie y menear la cabeza en señal de aprobación, para despistar al del enfrente.

Implica que, en tus momentos depresivos, no puedas ni sintonizar Millenium Bella Música (105.1 FM), porque hasta la pinche bagatela de Beethoven te recuerda al incompetente al que le dedicas tu deshidratación lagrimal. Y los violincitos te apachurran el espíritu, y, oh, maldito seas, Yo-Yo Ma, porque el día que conociste a ese gaznápiro obtuso que te rompió el corazón, venías escuchando al taka taka virtuoso. Y vetes canciones que amas, borres listas de reproducción y escondas en los rincones de tu cuarto esos mixtapes horrorosos con canciones que probablemente era dedicadas para ti, pero ahora suenan a marcha fúnebre.

Implica que relaciones todos los eventos triviales e inútiles con lanzamientos internacionales de álbumes, reseñas, muertes y suicidios. Y recuerdes que el día que murió Michael Jackson tú ibas en el coche de la mano de un programador, o que el mundo se convirtió en un lugar mejor cuando Adele decidió aceptar su sobrepeso, dejar a su novio alcohólico y sacar ese maravilloso álbum… que la primera vez que escuchaste a Esperanza Spalding en la radio fue el día en el que se te rompió el tacón frente a la Catedral como castigo divino por haberle negado una cooperación a una misionera enfadosa, y que Lhasa de Sela sacó su hermosísimo álbum La Llorona el mismo año que tú perdiste tus dientes en un accidente.

Implica hacer un esfuerzo monumental para reconciliarte con una canción. Porque hacer paz con ella es hacer paz con lo que menos aprecias de ti: tu excesiva vulnerabilidad. Sabes que tu salud emocional corre al ritmo apachurrado de un Jay Jay Johanson drogado, o el sampleo asqueroso de un gritito perdido de Mademoiselle Dion echando sus vibrattos en It’s All Coming Back To Me Now (y hasta te dan ganas de ponerte ese camisón largo y correr por los pasillos como en su video)… como las palabras que se te atoran en la garganta, y las intercambias por rimas cursis que alguien más escribió, pero parece que se las hubieses dictado letra por letra (gracias, Martha Wainwright, por haber escrito Bloody Motherfucking Asshole… era justo lo que quería decir…).

Amo la música en el paquete que venga. Me deshago de ternura con los cassettes con canciones grabadas de la radio que quedaron atorados en mi grabadora de la infancia, me doy pena cuando encuentro arrumbados mis CD’s vergonzosos de mi época de punk barato, y me enorgullezco de seguir haciendo excursión especial a Mixup a comprar discos de música clásica a precios estúpidamente baratos. Porque la devoción a este arte es independiente de las nuevas tecnologías, la piratería o los reproductores de mp3 con más aplicaciones de las que puedo aprender a usar…

Amo la música, más allá de cualquier etiqueta esnobista. El respeto a lista de reproducción ajena es la paz. Más allá del inexistente género musical ‘indie’, de la programación pitera de Exa FM y la asquerosidad de ser humano que es Oliveros con su Coup D’Etat. Más allá de las malas pero bien intencionadas habilidades de locución del tipo de Rutas Alternas, o la terrible traducción de canciones que hace el fulanito de Leyendas del Rock. Más allá de escuchar a vejestorios como Joni Mitchell, o aceptar que escuchas pop en español cuando nadie te está viendo.

Amo la música, con todo lo trágico, geek y nostálgico que ello conlleva. Una desgracia sin violincitos no sabe igual de amarga. Y una victoria sin el sonsonete de U2 con alguna chaqueta mental como Beautiful Day no tiene el mismo sabor.

Buen día, melómanos.