miércoles, 28 de julio de 2010

Loading III...

Por medio de la presente le informo que los choros mareadores/ estornudos mentales de Adris serán pospuestos hasta el viernes 13 de agosto. Pa' ponernos turbios con la fecha, pues'n.

Disculpe usté las inconveniencias que esto ocasionan.

miércoles, 14 de julio de 2010

Fashionably late, my ass

Para Aito, que me metió la puntualidad a coscorrones.


Ya no te espero
Ya es el tiempo que fascina
Ya es bendición que camina
A manos del desespero
-Silvio, of course


En esta ciudad de climas bochornosos, viaductos fallidos y relojes sin sincronizar, todo mundo llega tarde. Así las cosas. Uno planea un evento, una cita, un café, y ya sabe de antemano que la gente llegará media hora después de lo estipulado; así que “le gana tiempo al tiempo”, y recorre horarios, asumiendo que todo mundo maneja su relatividad tan tropezada del tiempo.

Es el modus vivendi tercermundista: Fulano dice “llego a las 8:00, 8:30”, y Mengano, automáticamente y por consenso, entiende y espera que Fulano llegue a las 9:00. Así que Mengano llega a las 9:30… insisto, para ganarle tiempo al tiempo y no esperar. Y ni con eso, porque Fulano aún no llega.

Rebuscado o no, la gente se entiende en ese lenguaje; el de los impuntuales. Este gremio usa el reloj de pulsera como mero accesorio, indistinto de un anillo o un par de calcetines. Reza cual mantra la frase milenaria “más vale tarde que nunca”, y se excusa en los elementos folclóricos de esta pobre ciudad malhecha: los baches, la lluvia, López Mateos sin viaducto, el semáforo descompuesto de Federalismo, otra marcha gay en el camino, no pasaba mi camión, se me desarmó la bicicleta entera a medio rodeo de La Minerva, se inundó otra vez el túnel de Hidalgo por culpa de los homlessitos que tiran su basura en las cloacas aunque el H. Municipio dizque lo limpió hace dos semanas, la estúpida construcción del estúpido puente atirantado del estúpido Gobernador…

Ah, la lista inacabable de los imprevistos. Que, no lo dudo, son ciertos y son reales. Tapatilandia, mi pobre y húmeda ciudad, no está diseñada para fomentar la puntualidad. Pero no es excusa. Dichos imprevistos no se le pueden perdonar a alguien que lleva más de 5 años viviendo en esta ciudad y sabe de qué peca más.

Los impuntuales están en un lugar muy especial de mi lista de cosas que me desesperan. Hay que retrasar nuestra vida como una media hora para estar al corriente con ellos. Hay que aficionarnos a las revistas médicas y tolerar la segunda vuelta del disco de Alejandro Fernández en las bocinas de la secretaria. Hay que habituarnos a la idea de que van a pisotear nuestro tiempo, y respirar hondo, muy hondo, implorando a Buda por paciencia.

Más vale tarde que nunca, dicen estas personitas al llegar. Se sientan en la mesa con una frescura y un descaro… ignoran cómo se te acalambraron los dedos por tamborilearlos en la mesa, ignoran los tres vasos que tienes vacíos frente a ti y la cantidad de servilletas con las que entrenaste tus conocimientos de papiroflexia. Hay un zoológico de origami en sus narices, y ellos ni atisban un intento de disculpa honesta.

Es por eso que odiamos la impuntualidad (los que la odiamos, pues; que, por lo visto, no han de ser muchos); por el calvario que es eso de estar esperando.

No me importa lo que digan los teóricos. Bauhman, Baudrillard, todos esos que condenan la impaciencia de las nuevas generaciones, amantes del fast-food y la liquidez efímera de nuestras propias pasiones; desesperarse porque alguien no llega es un síntoma before Jesus Christ. No es nuevo, ni es enfermedad generacional, ni es culpa de las pinchimil nuevas tecnologías de la información, ni hemos descubierto el hilo negro con un nuevo patrón de absorción y compresión de tiempo, ni nada de esas cosas que los comunico-locos escupen por tener algo qué decir.

Jorge Bucay (sí, me da un poquito de pena citarlo) escribió que uno odia esperar por la sensación de estar perdiendo el tiempo. Después agregó unos parrafitos de superación personal, en los que el personaje de su cuasi-novela tiene la epifanía de que no hay mejor manera de invertir el tiempo que en esperar al ser amado.

Seguramente Bucay no ha esperado una hora entera afuera de la Expo Guadalajara, bajo los rayos de sol de las 12 de la tarde y entre una multitud de pubertos ruidosos, a su ser amado, que ni celular tiene pa’ avisar que llegará “un poquito tarde” a su rendezvous con la pendeja ésta que sigue paradota y sudando la gota gorda, ahí, esperándolo.

(Proyección innecesaria, disculpe ud. las molestias)

No, señor Bucay; plagiar libros (o “citarlos indebidamente”, pues, no se me enoje) ha afectado su juicio. Esperar al ser amado impuntual y descortés NO ES una buena manera de invertir el tiempo. Esperar, a quien sea y punto, no es invertir. Es malgastar. Es usar el tiempo, el cual pudo haber sido utilizado en cosas más productivas, en simplemente estar sentado y con los ojos clavados en el reloj.

Como siempre, toooda la culpa la tiene mi padre. Que me enseño a no hacer perder el tiempo a la gente de maneras tan efectivas, que incluso todavía me pongo nerviosa antes de ordenar algo en un restaurante, por miedo a que mi indecisión le cueste al mesero o cajero un minuto de su tiempo. Su sapiencia era precisa y diplomática. “Nunca llegues diez minutos antes”, decía, “eso también es una falta de respeto. Si llegas antes, haz tiempo donde sea, y timbra a los dos minutos de la hora que acordaste”.

No, no tengo el Manual de Carreño tan memorizado como mi padre; pero Alá en Su infinita sabiduría es testigo de que, al menos, lucho todos los días por ser más puntual, y me siento una basura humana cuando no lo soy. Y eso me ha costado varias rabietas, porque el resto del mundo no parece hacerlo conmigo.

He esperado muchas veces. A muchas personas. A todas de distintas maneras, en distintos contextos y en muy variados intervalos de tiempo. Seres amados y no tanto. He perdido reservaciones, apartado lugares en vano, contado días en el calendario, repasado TV y Novelas enteras, leído de pe a pa folletos de osteoporosis y cáncer de próstata, he matado tiempo dándole vueltas a la Minerva (true story), hasta me he sentado en las escaleras de la dulcería del cine, como perro abandonado, con los tickets en la mano veinte minutos después de que empezó la función (pero te perdono, Chio, nos la pasamos bien).

Tengo mis estrategias de espera. Supervivencia 101 Para el que Espera en Lugares Públicos (en privado puedes hacer berrinche a gusto):

-No miro el celular como pretexto para estar viendo algo. No me avergüenza, sí, estoy esperando, una vez es suficiente para saber la hora, mirar la pantalla para “disimular” no deja de evidenciar que estoy sola en un lugar público en el que tal vez es políticamente correcto estar acompañada.

-Marco a los cinco minutos de haber llegado. Para hacer presión, pues, y canalizar positivamente mi frustración. Esperar 15 minutos nunca ha matado a nadie, y no es tan grave… todavía.

-Cargo libros ligeros en la bolsa (prohibidos autores como Ayn Rand o García Márquez, así como ediciones de pasta dura, porque dislocan el hombro); se me pasa el tiempo más rápido, y también sirve para escuchar conversaciones ajenas sin ser muy obvia. Es divertido. Recomiendo con todo el conocimiento de causa escuchar conversaciones ajenas de mujeres de 20 a 30 años en el Café Barra Café y en los Starbucks. Qué cosas...

-Pasados veinte minutos, ordeno de tomar. Generalmente, ver la taza medio vacía hace sentir mal al impuntual. El cenicero con dos colillas también.

-Hago preguntas casuales al mesero. Hablar con ellos alivia la tensión, porque seguido te cuentan anécdotas de otros pobres diablos “que sí dejaron plantados de a deveras”; ah, y cuando éste ve por fin llegar al dichoso impuntual, generalmente hace un comentario al respecto; “Ay, qué bueno que no te dejaron solita”, “¿Ves? Te dije que sí iba a llegar”. Esto también puede hacer sentir mal al imberbe sin noción del tiempo.

-Lleno mi agenda, me leo todo el menú, limpio mi bolsa, maldigo a todos los dioses, pienso en torturas chinas y empalamientos, calibres de pistolas, bats de metal, armas blancas que puedo armar con los utensilios de la mesa, reacomodo los manteles y hago figuras con los sobres de azúcar, alejo el celular al otro extremo, respiro hondo, cuento respiraciones hasta que se vuelven hiperventilación…

Las salas de espera de doctores son otra cosa: es un insulto porque ahí hay dinero de por medio. Son un infierno que acaba hasta con los más pacientes (no pun intended):

-Llevo audífonos para evitar las conversaciones; no tengo ganas de saber cómo está la infección en el u yu yuy de Chuchita, ni de cómo las ronchas de Pedrito se le esparcieron hasta el ya-te-la-you-know, “y el Dr. Rosales lo salvó, Lupe, por ésta te lo juro”. También sirven para bloquear la frecuencia de Amor 93.1 FM que tanto aman las secretarias.

-Mantengo mis manos lejos de cualquier revista médica y cualquier suplemento académico… las salas de espera ameritan lecturas más banales, y se aprecia cualquier Hola, Como y Vanidades que tengan. Es el momento perfecto para llenar mi stock de sabiduría, y enterarme por fin si Belinda le entró acá con Mohamed o nel, apreciar la celulitis de la Princesa Estefanía en sus vacaciones por el Mediterráneo, y “¡las trescientas veinticinco mil posiciones en la cama que lo marearán a él y te dejarán en el hospital a ti!”.

-Evito contacto con las secretarias, todo lo que saben decir es “en un momento te paso”… y su definición de “un momento” es demasiado relativa; he dejado de ir con buenos doctores por hacerme esperar más de una hora, para una consulta de diez minutos. Me importa una pura y dos con sal que sea culpa de los pacientes, no es excusa; mi nutrióloga no atiende a nadie que llegue diez minutos después, para no entorpecer el ritmo de sus citas. ESO es educación.

Se preguntarán ustedes, mis queridos dos lectores y medio, por qué entonces, dado mi amplio currículum de calentar sillas en lugares públicos, no me levanto, tomo mi lectura de baño y me largo, si tanto odio esperar. Por qué no me doy por vencida a los 30 minutos y me retiro con todo y mi dignidad…

No tengo la más remota idea. Supongo que por estúpida. Porque una dice, “¡te estuve esperando como estúpida!”, y no falta el gaznápiro que suelta un “bueno, cada quién espera como quiere”.

Es que no hay otra forma de esperar más que esa. Y no hay otra denominación para quien tira el tiempo tan inútilmente por alguien que no tuvo la consideración con una; que tuvo el cinismo de salir 5 minutos antes de la hora, y llega como si nada.

A veces preferiría que no llegaran.

Porque es horrible cuando el individuo llega y me encuentra, cual Penélope Región 4, hilando como babosa los reclamos que, al final de cuentas, no puedo ni siquiera decir.

Porque me lo merezco. Sí, sí que me lo merezco. Por quedarme esperando. Por tenerle consideración alguien que no cree que valgo la pena como para salirse de donde esté cuarenta minutos antes. Me lo merezco por pensar en tooodas las razones por las cuales detesto que me hagan esto, pero seguir ahí, parada en el tumulto, porque “no vaya a ser que se preocupe de no verme aquí”. Me lo merezco por pensar que, al menos, llegará hincado y pidiendo perdón por su falta, como si yo fuese su Basílica de Zapopan en 12 de octubre…

Y sólo llega, se encoje de hombros, sonríe y dice: “¿Te hice esperar mucho?”.

domingo, 11 de julio de 2010

Patria, esquina con Vallarta

Mira que venir a ponernos al corriente de nuestras vidas en un bar de esos de setecientas cervezas internacionales. Me agarra en curva.

Era un bar al que ya había ido, pero parece que fue en otra vida. Estaba en el piso de abajo, tenía más mesas, más choppers jugando billar, y otro tipo de música explotando las bocinas.

Sí, juro que los choppers vomitarían la música que ponen ahora. ¿Las Simpson? ¿Paris Hilton? ¿En serio se atreven a poner ese disco en este lugar?

-Sí, ha cambiado la música, antes era muy buena –dijo mi acompañante–. ¡Uff, una vez nos tocó toda una noche de puro Dream Theater!

Oh, Jesús del Huerto de las Pitayas. Doy gracias por la Paris, entonces.

Y el quórum. Pff, era mágico. Unos tipos con cachuchas de Ed Hardy con pedrería se sentaron en la mesa de al lado, a unos metros de una parejita de oficinistas. Una mujer voluptuosa tipo National Lampoon llenaba los tarros, mientras que el dueño, un amable Jabba The Hutt güero, nos saludó con cortesía y me pidió mi identificación.

Este cortecito de pelón de hospicio que traigo me quita como tres años, pues. Pero mira que pedírsela a mi acompañante, que tiene más pelo en la cara que un peluche… no hay seriedad.

El realismo mágico de la nueva presentación del bar venía con mesero incluido. El susodicho, ataviado de frac y moñito (han leído bien. MOÑITO), nos informó que la carta “no estaba disponible” en esos momentos, porque habían hecho cambios en los precios, “pero les comento que contamos con más de seiscientas cervezas de más de diez países del mundo”.

No, mijo, pos empiécemelas a dictar.

No contaba con la astucia del mesero. Ha de haber sido el moño.

-Mejor dígame usted qué tipo de cerveza le gusta. ¿Steinbier, Stout, Trapista…?

… ¿EH?

Debo aclarar en este punto que soy vergonzosamente ignorante en cuanto a cervezas extranjeras se refiere. Una vez pregunté si Heidi Montag era una cerveza. Sí, tampoco he visto E! Entertainment últimamente.

Mi acompañante se vio más conocedor que yo. Mucho. O muy bluffero. Él y Mr. Moño entablaron una conversación que a mí me sonaba en chino mandarín. Que si la doble fermentación, que si los chingomil tipos de Ale, que si la base de cebada…

Lo admito, tuve un momento de debilidad. Consideré la posibilidad de pedir una León. Pero la descarté cuando mi acompañante pidió una cerveza rusa. Menudo papelón iba yo a hacer con Mr. Moño y con él. “¿A esto te saco del sur de Zapopan, morra ordinaria?”

Sí, debo de aclarar también que no todos los días se me da eso de la humildad.

Piensa, Adris, piensa. La última vez que había venido a este lugar, mi acompañante había pedido por mí, ¿qué había sido? Pff, fue hace lustros… repasé en mi mente anuncios en Youtube de cervezas extranjeras, pero el nerviosismo bloqueó mi memoria visual. ¿Heineken? Suena más exótico que Corona… Ew, no, Adris, no saques el penacho ahora, no con esta audiencia de pseudo narquillos con gorras pussys.

No había tiempo, Mr. Moño comenzaba a sonreír con condescendencia, mi acompañante estaba a punto de intervenir y pedirme sabrá dios qué, no, Adris, piensa, piensa, ¿qué me dijo mi papá que hiciera en estos casos?...

MTV al rescate. David Lachapelle apareció en la pantalla. Asociación de ideas a velocidad pingüino:

Lachapelle --> Arte y publicidad --> Publicidad = Dos Equis Lager --> ¡ LAGER! (efecto de tintineo de letras)… pero, espera, muy amplio… hmmm… Dos Equis Ámbar = ¡AMBAR! --> Bingo. Too easy.

-¿Qué cervezas ámbar tienes?

Mi sonrisa Colgate brilló más que el neón de la barra. Adris 1-0 Mr. Moño. Igual y había dicho una aberración para los ñoños de la cebada. Igual y me había evidenciado como una morta más que va y pide su XX Ámbar a trece pesos en el Hotel del Parque, con la pantallota proyectando videos de Ritmo Son Latino. Y qué. Adris nunca debe de quedarse sin decir algo. Adris nunca debe de pedir ayuda, porque pedir ayuda es decir que uno no sabe. Y Adris siempre sabe.

Mr. Moño se fue a penales conmigo (excuse ud. la referencia futbolera. Sobreexposición al Mundial, yu nou). Me colocó seis cervezas en la jeta. Ora sí, zapopana, éntrale.

Elegí la de la orilla, después de la mini tregua de Mr. Moño, en la que me explicó quién sabe qué cosa de la textura y los sedimentos y bla, bla, bla. Era irlandesa, al menos recordaba películas en las que los fakin’ irish lads desayunaban con su chela en un pub.

Mr. Moño llegó con los vasos (ahí aprendí que, dependiendo del tipo de cerveza, es el tipo de vaso), un tarrote stalinesco para mi acompañante, y un vasito curveado para mí, con el pilón de un caballito, en el que Mr. Moño vertió los sedimentos de la cerveza, “para que lo deguste”.

Lo degusté, y sabía a relleno de dona. Toda la cerveza sabía a relleno de dona. Digo, no estaba mala, pero no era de mi completo agrado. Pagué como ochenta pesos por un relleno de dona en un tarro prófugo del Tate.

Ah, pero Adris no quiso pedir ayuda. Adris no tuvo la humildad de decirle a Mr. Moño: “¿sabe qué? La neta, la neta, la neta, no sé nada de esto, pero acostumbro a tomar tal tipo de cerveza de tal marca… recomiéndeme algo así”. No, Adris no quiso evidenciar que no lo sabe todo, no quiso admitir que no todo es una competencia.

Tal vez Mr. Moño habría tenido toda la disposición de guiarla a un nuevo conocimiento, y Adris hubiera tenido una fascinante experiencia en el maravilloso bar de choppers con música de nenas. ¡Alcemos nuestros tarros (si la ajustada chamarra de cuero lo permite, claro) y entonemos juntos! "Even though the guys are crazy, even though the stars are blind!" ¡Venga ese headbanging!


MORALEJA: la siguiente vez, yo elijo el lugar. ¡Ja! A ver si tan salsa. Ándale, distíngueme un cabernet de un pinot noir. ¡Tengo el librote ese de El Vino, y un fakin’ diploma de la ECI, lad!

jueves, 1 de julio de 2010

Tantos siglos, tantos mundos, tantos carros...

¿Cuáles son las probabilidades de encontrarse con un amigo, carro a carro, por menos de dos segundos, en el tráfico de las siete de la tarde de López Mateos?

¿Cuál tuvo que ser su velocidad desde Circunvalación hasta Cruz del Sur en el carril izquierdo, para que yo –entrando de la lateral con un tráfico estratosférico y lleno de mamavans, y habiendo elegido el minuto exacto para incorporarme al carril central– haya pasado justo al lado de su coche?

¿Cuántos coches debí haber dejado pasar para que esto sucediera? ¿Si no hubiera dejado a ese viejito del Stratus gris, habría pasado?

¿O si hubiera cambiado de carril, por la desesperación neandertal y tercermundista de creer que la calle es pista de Formula 1?

¿O si el agente vial del Office Depot, inspirado por su nuevo chaleco azul de fondos desviados y mensaje subliminal partidista, hubiera tenido un arranque de legalidad y me hubiera multado por manejar y utilizar el celular sin manos libres?

¿Fue el microuniverso tapatío, la serendipia y mi elección de quedarme unos minutitos más en el baño de la redacción, fumarme sólo medio cigarro en el break, tardarme en enviar mi última nota por una llamada desde Chiapas, caminar más lento por el estacionamiento para no romper mis tacones, tomar dos kilómetros más el carril lateral y cederle el paso a regañadientes al viejo del Stratus lo que nos colocó por escasos segundos lado a lado, separadas apenas por las líneas punteadas que indican, según el manual de vialidad, que es permitido rebasar?

¿Fue todo este día cronometrado y diseñado para colocarme justo en ese pedacito de pavimento, a esa temida hora de conductores desesperados y hambrientos?

¿Cuáles son la probabilidades de que la vida –en medio de una nube de smog, relámpagos, claxons desesperados, editores tiránicos con la ortografía, presiones por terminar 100 páginas y frustraciones existenciales– me haya regalado dos segundos de tregua con una cara conocida y sonriente, sosteniendo otro volante en el carril más lento de López Mateos, cinco minutos antes de que cayera un diluvio universal?