“Todos sus órganos están inflamados, el corazón ya no puede subministrarles suficiente sangre.”
¿Puedes creer todas estas tonterías? ¿Puedes oírlas? Sí, yo sé que puedes, pero eres una floja. Te imagino perfectamente en este momento. Ni la oreja paras para disimular que pones atención. Siempre fuiste así. Tu pose estrella era echada al sol, panza arriba y con las patas al aire. ¿Te acuerdas que me hacías reír cuando te arrastrabas sentada por el pasto? Sabías que te lo iba a festejar.
Levántate. Por favor levántate y hazlo otra vez. Por mí.
“¿Cuántos años tiene?... Claro, es natural que esto pase.”
¿Cómo osan preguntarlo? ¿Qué, el veterinario éste no sabe que es pecado capital preguntarle la edad a una dama? ¿Es natural que esto pase? ¿Es natural que mi preciosa se me esté deshaciendo por dentro y usted no pueda hacer nada para quitarle el dolor? ¿Por qué no hace nada? ¡¿Por qué carajos no le quita todos esos cables para que ya no llore y sufra de esa manera?! ¡¿Por qué no la acaricia, la baja de esa estúpida plancha y la abraza fuerte, muy fuerte?! Ahí voy para allá, preciosa, ahí voy, que estos idiotas no saben nada, espérame, por favor por favor por favor, espérame. Ahí voy, mi vida, ahí voy. Espérame.
“Podemos intervenirla, pero no puedo asegurarle que resista la operación.”
Deberías de verme. Estoy manejando rápido, como te gusta. ¿Te acuerdas? Te encantaba pasear en coche. Te hacías bolita en el asiento para que cupieras, y babeabas mi palanca de velocidades de la emoción. Cuando eras más chica, teníamos que cerrar las puertas del coche, porque si no nos dábamos cuenta, te me trepabas al asiento del conductor y lo dejabas lleno de pelos. Y no había poder humano que te bajara.
Ahí voy, preciosa, ahí voy. Nomás que llegue y huimos del doctor. Te prometo que voy a sacar fuerzas de no sé dónde y te voy a cargar al coche. Y voy a bajar todas las ventanas para que te pegue el aire y le ladres a quien se te pegue tu gana. Nada de operaciones. Las odias, ya sé que las odias, y no te voy a hacer eso. Ahí voy, espérame.
“Tal vez sería recomendable aplicarle una buena dosis de morfina.”
Mi chiquita, con lo que odias a los doctores. Cada vez que teníamos que inyectarte se te caía el pelo del susto. Te prometo que ésta será la última vez que ves una aguja en tu vida.
Está lloviendo. El clima está loco, es noviembre y está lloviendo por aquí. Es cierto, amabas la lluvia, como toda melancólica trillada. Se te iluminaba tanto la cara con unas míseras gotitas que temía que en cualquier momento tendría que arrastrarte de regreso a un lugar seco y con techo. Menos mal que tus añitos encima ya son freno suficiente. Te conformas ahora con mirarla con tus enormes ojos, suspirar con pesadez y clavar tu nariz en el vidrio.
Tus ojitos, cómo los adoro. A veces juro que podías entenderme cuando daba vueltas a tu alrededor, declamando mis problemas, y tú me seguías nada más con la mirada –floja parásito–, como esperando con paciencia monumental a que solita me dejara de hacer nudos en la cabeza y me sentara a rascarte la panza. Hasta eso, eres paciente. Y lista. Sabes que tienes que limitarte a contemplarme para conseguir lo que quieras. Excepto las galletas; esas siempre han requerido un poquito más de empeño, como mover la cola –tu pobre intento de cola, cortada en honor a la los estúpidos cánones estético de tu raza – y restregar tu hocico en mis pantalones, demandando cariño y galletas Marías.
Ahí voy, bebé, ahí voy. Espérame, ya voy por ti. No tardo, por favor espérame.
“Lo más humano sería dejarla descansar.”
¿Qué sabes tú de lo humano, chiquita? Todo, todo. O nada, y por eso eres tan maravillosa. Eres mejor persona que todo el chingamadral de bípedos estúpidos que hay en el mundo, eres más hermosa que todos ellos y vale más la pena conservarte a ti. Te prefiero mil veces más. ¿Qué voy a hacer si te me vas? ¿Quién me va a recibir todas las noches, cuando llego asqueada de los seres humanos? ¿Quién me va a hacer esas fiestas, husmear mis manos y alegrarse de que estén vacías, porque así es como mejor puedo dar amor? ¿Quién va mirarme como tú, con unos ojitos que no me juzgan, no me aleccionan ni me señalan... sino que sólo me miran, porque soy yo y con eso basta, y que exista es suficiente felicidad para alguien?
No me dejes, mi fea, no me dejes. Por favor, no me dejes… que te me vas tú y se me va el único puente que queda entre los dos pedazos de mi vida. Se me va lo poco bueno que existe de la repartición de bienes familiares, se me va la seguridad de que alguna vez sí fuimos felices todos nosotros… te me vas y de veras me siento sola. De veras me siento huérfana.
No te vayas. Espérame, por favor, por favor espérame poquito más. No puedes dejarme sola. No puedes dejarme a mí toda la responsabilidad de hacer sonreír a esta casa. No puedes hacerme esto, no puedes hacerme esto. No puedes dejarme con la angustia de que te me fuiste solita y asustada, tirada en una plancha de metal fría, con manos extrañas incrustándote agujas. No puedes irte sin que me veas por última vez y te limpie las lagañas, y te corte las uñas, y te rasque las orejas, y me tire en tu panza, y te haga renegar y te diga cosas bonitas, y te abrace y no me importe que me queden pelos en la ropa, y te bese la nariz y te bese los ojos, tus ojos, chiquita, que si algún ser humano me mirara de esa manera no sé cómo le haría para seguir de pie, y te jure y te perjure que ahorita mismo te llevo de ahí y nos vamos de regreso a tu tapete, a tu casa, y…
“Lamento informarle que no llegó a tiempo… ya falleció.”
¿Puedes creer todas estas tonterías? ¿Puedes oírlas? Sí, yo sé que puedes, pero eres una floja. Te imagino perfectamente en este momento. Ni la oreja paras para disimular que pones atención. Siempre fuiste así. Tu pose estrella era echada al sol, panza arriba y con las patas al aire. ¿Te acuerdas que me hacías reír cuando te arrastrabas sentada por el pasto? Sabías que te lo iba a festejar.
Levántate. Por favor levántate y hazlo otra vez. Por mí.
“¿Cuántos años tiene?... Claro, es natural que esto pase.”
¿Cómo osan preguntarlo? ¿Qué, el veterinario éste no sabe que es pecado capital preguntarle la edad a una dama? ¿Es natural que esto pase? ¿Es natural que mi preciosa se me esté deshaciendo por dentro y usted no pueda hacer nada para quitarle el dolor? ¿Por qué no hace nada? ¡¿Por qué carajos no le quita todos esos cables para que ya no llore y sufra de esa manera?! ¡¿Por qué no la acaricia, la baja de esa estúpida plancha y la abraza fuerte, muy fuerte?! Ahí voy para allá, preciosa, ahí voy, que estos idiotas no saben nada, espérame, por favor por favor por favor, espérame. Ahí voy, mi vida, ahí voy. Espérame.
“Podemos intervenirla, pero no puedo asegurarle que resista la operación.”
Deberías de verme. Estoy manejando rápido, como te gusta. ¿Te acuerdas? Te encantaba pasear en coche. Te hacías bolita en el asiento para que cupieras, y babeabas mi palanca de velocidades de la emoción. Cuando eras más chica, teníamos que cerrar las puertas del coche, porque si no nos dábamos cuenta, te me trepabas al asiento del conductor y lo dejabas lleno de pelos. Y no había poder humano que te bajara.
Ahí voy, preciosa, ahí voy. Nomás que llegue y huimos del doctor. Te prometo que voy a sacar fuerzas de no sé dónde y te voy a cargar al coche. Y voy a bajar todas las ventanas para que te pegue el aire y le ladres a quien se te pegue tu gana. Nada de operaciones. Las odias, ya sé que las odias, y no te voy a hacer eso. Ahí voy, espérame.
“Tal vez sería recomendable aplicarle una buena dosis de morfina.”
Mi chiquita, con lo que odias a los doctores. Cada vez que teníamos que inyectarte se te caía el pelo del susto. Te prometo que ésta será la última vez que ves una aguja en tu vida.
Está lloviendo. El clima está loco, es noviembre y está lloviendo por aquí. Es cierto, amabas la lluvia, como toda melancólica trillada. Se te iluminaba tanto la cara con unas míseras gotitas que temía que en cualquier momento tendría que arrastrarte de regreso a un lugar seco y con techo. Menos mal que tus añitos encima ya son freno suficiente. Te conformas ahora con mirarla con tus enormes ojos, suspirar con pesadez y clavar tu nariz en el vidrio.
Tus ojitos, cómo los adoro. A veces juro que podías entenderme cuando daba vueltas a tu alrededor, declamando mis problemas, y tú me seguías nada más con la mirada –floja parásito–, como esperando con paciencia monumental a que solita me dejara de hacer nudos en la cabeza y me sentara a rascarte la panza. Hasta eso, eres paciente. Y lista. Sabes que tienes que limitarte a contemplarme para conseguir lo que quieras. Excepto las galletas; esas siempre han requerido un poquito más de empeño, como mover la cola –tu pobre intento de cola, cortada en honor a la los estúpidos cánones estético de tu raza – y restregar tu hocico en mis pantalones, demandando cariño y galletas Marías.
Ahí voy, bebé, ahí voy. Espérame, ya voy por ti. No tardo, por favor espérame.
“Lo más humano sería dejarla descansar.”
¿Qué sabes tú de lo humano, chiquita? Todo, todo. O nada, y por eso eres tan maravillosa. Eres mejor persona que todo el chingamadral de bípedos estúpidos que hay en el mundo, eres más hermosa que todos ellos y vale más la pena conservarte a ti. Te prefiero mil veces más. ¿Qué voy a hacer si te me vas? ¿Quién me va a recibir todas las noches, cuando llego asqueada de los seres humanos? ¿Quién me va a hacer esas fiestas, husmear mis manos y alegrarse de que estén vacías, porque así es como mejor puedo dar amor? ¿Quién va mirarme como tú, con unos ojitos que no me juzgan, no me aleccionan ni me señalan... sino que sólo me miran, porque soy yo y con eso basta, y que exista es suficiente felicidad para alguien?
No me dejes, mi fea, no me dejes. Por favor, no me dejes… que te me vas tú y se me va el único puente que queda entre los dos pedazos de mi vida. Se me va lo poco bueno que existe de la repartición de bienes familiares, se me va la seguridad de que alguna vez sí fuimos felices todos nosotros… te me vas y de veras me siento sola. De veras me siento huérfana.
No te vayas. Espérame, por favor, por favor espérame poquito más. No puedes dejarme sola. No puedes dejarme a mí toda la responsabilidad de hacer sonreír a esta casa. No puedes hacerme esto, no puedes hacerme esto. No puedes dejarme con la angustia de que te me fuiste solita y asustada, tirada en una plancha de metal fría, con manos extrañas incrustándote agujas. No puedes irte sin que me veas por última vez y te limpie las lagañas, y te corte las uñas, y te rasque las orejas, y me tire en tu panza, y te haga renegar y te diga cosas bonitas, y te abrace y no me importe que me queden pelos en la ropa, y te bese la nariz y te bese los ojos, tus ojos, chiquita, que si algún ser humano me mirara de esa manera no sé cómo le haría para seguir de pie, y te jure y te perjure que ahorita mismo te llevo de ahí y nos vamos de regreso a tu tapete, a tu casa, y…
“Lamento informarle que no llegó a tiempo… ya falleció.”