martes, 15 de septiembre de 2009

Guadalajara, hueles bache y tierra mojada

No ha dejado de llover en tres días. La Madre Naturaleza tiene un humor de la chingada; primero con sequías todo el verano, y justo en septiembre ahoga calles y camellones. Y ni se diga de los baches tapatíos. No son hoyos... estas cosas son yacimientos petroleros. Me he salvado de choques porque el wey de allá arriba que dizque todo lo ve ha de estar aburrido de verme hacer tanta tontería.


Ayer que venía manejando por nuestra maravillosa y excelentemente parchada avenida López Mateos, a la altura de Plaza del Sol, recordé por qué soy una tapatía recalcitrante. Eran las nueve de la noche y venía a vuelta de rueda –el tráfico ya no tiene horario fijo cuando de lluvia se trata–, peleándome con mi iPod que siempre decide tomar siesta en los momentos menos oportunos. Por tercera vez que quedé en el mismo semáforo; estaba furiosa, hambrienta, cansada y con prisa, mi estado natural en horas pico. En eso, uno de mis parabrisas se atoró a la mitad de su trayectoria con una hoja de árbol. Bajé el vidrio para arreglar el desperfecto, maldiciendo a la pobre basurita color marrón… pero apenas bajé el vidrio, cuando el olor a calle y lluvia penetró mis fosas nasales y viajó en milésimas de segundo a mi cerebro.


Eso es lo que me hace sentirme tan jalisquilla. El olor a tierra mojada. No la torta ahogada y el Tequila Express, los jarritos despostillados o los mariachis mal uniformados en los restaurantes para turistas de Tlaquepaque… no, nada de eso. Me hace jalisquilla el hecho de que nadie más que mi gente y esta melómana podemos captar la belleza, la exquisita delicia del olor de nuestras calles ensopadas y llenas de smog. Nadie puede entender como nosotros el placer que significa llenar nuestros pulmones de ese aroma, que es precisamente el causante de todos nuestros accidentes y catástrofes viales.


Mi minúsculo momento en el nirvana tapatío fue interrumpido por una mamá-van que venía en sentido contrario, que muy descortésmente aceleró con más enjundia de la necesaria y me mojó. Aunque, ¿quién va por López Mateos con los vidrios abajo con semejante tormenta?
Sonreí el resto del camino a mi casa –45 largos minutos en un tramo de menos de 15 en horas normales. Se me olvidó el hambre y el estrés. Se me olvidó que en mi radio se oía pura estática mezclada con la música cumbianchera del coche de atrás. Sonreí empapada, con el vidrio abajo y mi pedacito de naturaleza atravesado en el parabrisas. Sonreí con mi olor favorito pegado en la nariz. Porque esta ciudad es un caos de concreto malhecho, parchado y gris. Es la ciudad de la desolación mojada, un río rápido de aguas negras en el que nadamos cerca de seis millones de almas perdidas. Y la amo, de veras, cómo la amo.

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