domingo, 22 de noviembre de 2009

Corazón de Alcachofa, Corazón de Pollo

-¿Tienes algo más que decir?

¿Y qué digo? En estas conversaciones, a debiluchos como yo se nos sale agua de los ojos si abrimos la boca. El conducto equivocado para fluir, entregando el mensaje que no queríamos dar. Y una no puede perder el estilo. Si es que todo se ha perdido, que al menos se nos quede la frente en alto y las mejillas secas.

Las peores derrotas siempre terminan siendo en lugares públicos. Las mías, al menos. Duele más si se tiene audiencia– en el pecho, en el alma, en el orgullo– por la presión de recuperar pronto la compostura. Los restaurantes son el escenario propicio para la humillación un tanto mesurada. Son discretos, tienen carta de vinos y los lloriqueos son ofuscados por esos comensales que cuchichean al compás del rechinido del tenedor contra el plato.

Hoy somos un happening de la violencia pasiva en un restaurante de Avenida México. Desvío la mirada de mi interlocutor, sentado frente a mí. No es debilidad, es supervivencia. Registro las paredes, busco asilo en los puntos de fuga del lugar; la clave para evitar la humedad es mantener las pupilas ocupadas. El reloj de la entrada me parece un buen refugio, hasta que me llega el delirio de que es él quien me mira. El que me mide y me prueba. Anda, contesta. Dilo, maldita marica desidiosa.

Sabe que mi batalla está perdida. Sus numeritos amenazantes me vigilan… doce jueces que disfrutan el espectáculo de mi desmoronamiento. Sus manecillas afiladas apuntan hacia mí, retándome a balbucear las palabras entrecortadas

Tic. Tac. No vas a lograrlo. Tic. Tac. Deja de hacerte tonta.
Tic.
Todo está perdido.
Tac.
Se te acabó el tiempo.

El tono de la discusión ha ido in crescendo en el transcurso de la comida. Fue de la sobriedad de nuestras voces en la entrada –espárragos asados, chismerío de política– al desgarramiento verbal de la sobremesa, con su Licor 42 y mi cenicero de moderadores. Si esto fuera otro lugar, aquí habría sangre desparramada por todos lados. Pero aquí debemos ser civiles. El mesero ha retirado los cuchillos, menos mal. Los manteles blancos son un lujo en el negocio tapatío de los restaurantes.

Quiero gritar. Quiero que mi mano deje de aferrarse a la pata de la mesa y tome la mano de mi interlocutor. Una tregua, por favor, déjame levantar la servilleta e izar mi bandera blanca. Basta, que el rímel se me corre y no tengo fuerzas para correr al baño a corregir el maquillaje y ensayar mi sonrisa indiferente. Los Briseño están en la mesa de la pasada… ¿qué van a decir?

Los buenos meseros están entrenados para lidiar con mesas como la nuestra. Las reglas son sencillas: queda estrictamente prohibido acercarse, a menos que se deba llenar las copas. Nunca mirar a los comensales a la cara. No preguntar nada; ellos sabrán cuándo ordenar. ¿En serio cree que alguien que moquea de esta manera le interesa pedir postre? Pero, oh, nuestro mesero ha cometido un faux pas: me ha preguntado si deseo ordenar café. Doble, sin crema, échele poquita agua. Esto va para largo.

Este restaurante en sábado a las cuatro de la tarde es un campo minado. Estamos rodeados. Buena parte del Guadalajara de rancio abolengo con el que mi interlocutor se codea está aquí. Tengo prohibido hacer una escenita. Los De Alba llevaron a toda su alineación, hasta sacaron a los abuelos del asilo. ¿Ya viste? La señora Cornejo trae un vestido verde pistache que le queda horrendo. No puedo creer que Helena Berlanga siga con ese mueble de marido; de seguro aún no sabe que el junior éste y su familia cerraron la fábrica por la crisis, y que a la hora de pedir la cuenta va a pasar la vergüenza de que su American Express sea rechazada.

-¿Tienes algo más que decir?

Sí. Iba a decir que no es justo. ¿Por qué me traes a estos lugares a joderme el día? ¿Por qué nunca podemos discutir estas cosas en lugares privados? Si vamos a invertirle en una comida de cuatro tiempos, ¿por qué arruinármela con estos tópicos deprimentes? La tarta de manzana con nieve que me he estado saboreando toda la pinche tarde me va a saber a jugo gástrico después de esto. A la próxima que tengas algo de este tipo que discutir, hagámoslo en la cocina con sándwiches y platos desechables, para que pueda moquear sin el peligro de que tus clientes crean que me estás maltratando y de que mi nariz arrase con el papel de baño del establecimiento.

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