lunes, 10 de mayo de 2010

diezdemayodosmilseis

Hoy hace cuatro años. No parece tanto. Ni tan poco.

Hace cuatro años que un diez de mayo me quedé hecha pasa por llorar en el baño, mientras, afuera, las tías tiraban la casa por la ventana para hacer sonreír a mi madre. Hace cuatro años que un clóset de la casa fue desocupado, incluí un código postal extra a mi vida, y empezamos a incomodar a los restauranteros por pedir mesas para tres (ellos odian los números impares, nosotros odiamos que nos den mesas pegadas a la pared). Hace cuatro años que compro todos mis enseres personales al doble, salto de un extremo de la ciudad al otro, y siento mi coche el lugar más cercano a un hogar.

Es irónico que, de todas las fechas que pudieron haberse arruinado con la fragmentación de otra familia neoliberal, nos hubiera elegido ésta. La remachada fecha matriarcal, con el promo de Ekar de Gas al fondo (“¡Que no le digan el hijo ingrato!”) y las rosas aburridas en el recibidor. Nos sentamos los tres en la esquina de otro restaurante argentino de la ciudad y comemos en silencio, aturdidos por los escándalos de la familia más numerosa de al lado, con más Absolut en la sangre y menos malos recuerdos. Ignoramos la silla vacía. No existe.

Y es extraño cómo pasan los años y se anestesia más la capacidad de sentir tristeza. Una se acostumbra a sobrellevar días como éste; a sentir un nudo en la garganta, a comer sin hambre y hacer de la sonrisa una especie de protector de pantalla colgado en el rostro.


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No es justo. Llueve del otro lado de la ciudad. Acá al sur sólo llegan dos que tres tristes truenos. Ni un caprichito me puede conceder el mundo el día de hoy. “Va a llegar cuando ya estés dormida y el fresco te haga buscar sábana,” me dicen. Pasa de la una y no llega. Tal vez es como el ratón de los dientes, que nomás aparecía si estabas bien dormidote (para que tus padres pudieran voltearte la almohada sin que se te atragantaran los ronquidos).

Así que mejor me echo mis gotitas homeopáticas (que juro que tienen opio o algo extraño, porque me matan por diez horas seguidas) y conservo la colcha a la mano. No vaya a ser que sí funcione, y la ventisca pluvial me refresque en demasía. Nunca se sabe. Ojalá.

1 comentario:

  1. Amiga, yo llevo un año así, la constante de una silla sin su dueño.

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