lunes, 19 de abril de 2010

Correspondencia con el vacío

No human can compose a love letter without seeming slightly insane. Love letters are like suicide notes -- if someone is in the emotional position to consider writing one, they're generally in the worst psychological position to make any cogent sense.
-Chuck Klosterman


De vez en cuando, mi madre se para en el epicentro tercermundista que es mi cuarto y me obliga a recogerlo, so pena de no salir de ahí hasta que no quede ni un papel en el suelo ni un calcetín huérfano en el escritorio, cerca de las tres tazas de café de hace una semana con contenido de dudosa reputación. Hubo un tiempo en el que de mis cajones salía vida minúscula y de ocho patas que había hecho de mi librero su penthouse con vista al mar. Y hasta eran mis amigas –de las 38 mil especies de arañas que existen en el mundo, sólo diez son peligrosas para el ser humano. Estoy segura que mis vecinas no forman parte de esta categoría. Vivo en Zapopan, no Tanzania.

(Pero bueno, el punto no es venir aquí a alardear de mis hábitos de higiene)

Cuando sucede este evento, es cuando me doy cuenta del cuchitril en el que vivo y me tomo una tarde personal, me armo de una bolsa negra y me embarco en la complicada tarea de discernir qué tanto de lo que tengo amontonado en mi sacrosanto lecho constituye lo que comúnmente se denomina como basura. Es arduo. Es controversial. Seis horas después, la bolsa negra permanece vacía casi en su totalidad, porque tengo la maravillosa habilidad de hacer de un ticket de estacionamiento o una corcholata los representantes de mis mejores recuerdos, y archivarlos, como todos los demás.

Tengo una teoría al respecto. Varias, en realidad, pero una se erige por encima de todas las demás: no he recibido suficientes cartas en mi vida.

Alguna vez una amiga, que es mi némesis en asuntos de orden y limpieza, me compartió por toda una tarde sus cajas de recuerdos (Si, hombres que estén leyendo esto, seguimos haciendo eso, somos cursis, es nuestro trademark, viene insertado en nuestro cromosoma X, junto con la menstruación y el multitasking). De sus cajitas de colores pastel saltaron sobres y sobres y más sobres de cartas. Me leyó varias de ellas, me dejó chismear en otras, papelitos de colores, post-its, hojitas membretadas de Hallmark con monitos, fotos decoradas, sobres hechos a mano de materiales inusuales… pfff. Mi envidia no daba para más. Regresé a mi casa a inspeccionar mis cajas… llenas de tickets, de las servilletas con fechas anotadas, de las corcholatas que de seguro tenían un propósito específico para catalizar mi archivo de recuerdos y ahora no sé cuál era, de envolturas de Kinder Sorpresa, una piedra, esquinas de periódico y, oh, menos mal, una que otra carta.

Es triste. No he recibido suficientes cartas. ¿Qué clase de persona soy?

Tengo unas de la secundaria, cuando mi mejor amiga se fue de intercambio y el e-mail no le era permitido en su escuela. Si los reportes de conducta cuentan como cartas, fueron las más prolíficas y románticas que recibí en mis tiempos de pubertad. Tengo conversaciones escritas en la parte de atrás de algún cuaderno e insultos cariñosos de mis compañeros de preparatoria. ¿Eso cuenta?

He tenido un serio problema para elegir a mis amistades… no son mujeres muy creativas, de esas que hacen collages de nuestras super fotos de la peda y las pegan en una superficie que sólo se encuentra en papelerías Lumen, con letreritos con diamantina de BFF... ni hombres en mi vida que se dieran el tiempo de al menos escribir algo lindo en una hoja de block (kudos para la única carta romántica que mi ex novio me escribió unos varios meses antes de salir del clóset).

Sí, mi stock de cartas es pobre. Sin embargo, yo sí escribí muchas cartas. Me inicié de editora literaria a temprana edad: le corregí y aumenté a los poemas y acrósticos de mi hermano para tooodas sus novias. Hice la barbaridad de, en segundo de secundaria, regalarle una canción a mi amor platónico con el que había hablado como DOS veces en la vida (aún no me repongo de mi ridiculez). Le escribí como cinco páginas de Word en Arial 11 a mi mejor amiga de secundaria, la veintiúnica vez que nos peleamos en serio. Agoté mis mejores frases adultas en las pinchimil cartas que le escribí a mi padre cuando nuestra relación era lodosa. Dios mío, las confesiones terribles que hice en papel a mis varios amores no correspondidos de preparatoria. Si alguien debería de estar llena de cartas, al menos por karma, soy yo.

Conservo algunos borradores. Dios santo, las cosas que uno dice. Me leo y me retuerzo de mi propia melosidad. Si tuvieran respuesta, al menos sabría que dicha melosidad era correspondida. Hoy ya no me acuerdo. No tengo palabras bonitas en papelitos perfumados para llevar constancia física de cómo fui querida. Tengo bolsas de cacahuates y etiquetas de cerveza para recordármelo. Tal vez mis amigos se dejaron de pendejadas de la papiroflexia y me lo demostraron de otras maneras. Tal vez los hombres de mi vida fueron todos muy verbales. Así que lleno los huecos con basura que rasqué de los lugares en los que estuvimos para recordarlos. No me dieron material suficiente, pero de eso me encargo yo. De la reconstrucción de nuestras vidas con tiliches.

La tecnología ha contribuido a mi sequía. Los post-its ahora son el equivalente de posteos en el Wall the Facebook, mis fantasías epistolares sólo se han cumplido en bandejas de entrada (pero al menos con remitentes de lugares exóticos). Es una lástima que mis mejores despedidas trágicas hayan sido siempre en formato electrónico, sin el factor estomacal y poético del manchón de tinta, o la letra ininteligible por los espasmos de llanto incómodo.

Escribí el e-mail más triste de mi vida un invierno en Montreal. Mi teclado sufrió las consecuencias, y mis únicos testigos fueron la bandeja de entrada y el ratón debajo de mi refrigerador. Hotmail se tragó mis lágrimas, erradicó la constancia física de que una vez en la vida me desmoroné y sucedió por escrito. Y así lo ha venido haciendo, una y otra vez. No es lo mismo el performance de deshacer en pedazos un papel, una foto o un escrito, que el acto nihilista de oprimir Borrar. Para mí, ese botón en realidad dice “Nunca Existió”.


Pero no pierdo la fe. Tengo una caja vacía todavía.
Algún día, cuando tenga más tiempo y disposición, me daré a la tarea de armar mi ruta, e ir a recuperar todas esas cartas que desperdigué por todos lados y a toda esa gente. A mí me hacen más falta que a todos ellos. En realidad, esas cartas eran para mí. Para que un día recordara quién era yo, en las múltiples etapas de mi vida y en su máxima expresión, con faltas de ortografía y tachones incluidos. Y las guardaré en esa caja, y ya por fin dejaré de llorar por no tener nadie que me escriba ni tener algo de ellos.

Prepárate. Si tienes una carta mía, un día de éstos, no sé cuando, iré a reclamarla.

1 comentario:

  1. No mames, Adriana, este ensayo catártico te quedó chingón y no mamadas.
    Te admiro.

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