viernes, 2 de abril de 2010

Adris goes to Chilangoland


El DF es una civilización folclórica y caótica de pinchimil habitantes en sus pinchimil calles, sus pinchimil coches y pinchimil estaciones de metro. Eso dice ésta su servilleta provinciana, tapatía recalcitrante y enoclofóbica. La Ciudad de México me asusta. Ya lo había dicho Fadanelli, la ciudad es un monstruo listo para devorarte.

Opiniones de mis acompañantes en esta travesía cultural me dicen que probablemente mi percepción de la urbe haya sido alterada por cuestiones fisiológicas y cíclicas (el SPM me mata), pero creo que mis hormonas me hicieron tener los ojos más abiertos; las situaciones cotidianas eran una puesta en escena de la idiosincrasia, orquestada sólo para mí.

Enfrenté al monstruo a lo macho: sin ibuprofeno, con Converse viejos y botellas de agua que me eran confiscadas al entrar a los museos. Tragué smog y salí del metro con sudor que sé que no era del todo mío. Comí dos veces al día para salvaguardar nuestro presupuesto y con humildad salía de los lugares cerrados para fumar. Soporté con dignidad silenciosa que me hicieran tirar mi chicle y dejar mi bolsa antes de entrar a los museos, que los elementos de seguridad de las salas me pisaran los talones cuadro por cuadro, como si fuera Aaron Barschack con mi bote de pintura listo, que me negaran mapas porque “se habían terminado” sus fotocopias en formato Word… hasta pagué los míseros diez pesos para que me permitieran sacar mi camarita cutre y tomara fotos piteras sin flash.

La polución sonora en la ciudad es demasiada. Los taxistas tienen un claxon especial, que suena como musiquita; los conductores les pitan con furia a los camiones que están haciendo parada, la gente grita y menta madres si el semáforo se pone en siga y el de adelante tarda un segundo en reaccionar; en cada parada del metro se sube un individuo con una mochila con bocinas para vender discos piratas a diez pesos (Led Zeppelin en la estación Salto del Agua… oh, las sorpresas de la vida)… ansiaba llegar al cuarto de hostal para tener un momento de paz y silencio, pero la bodega de enfrente tuvo fiestas de electrónica las dos noches.

El surrealismo en el DF está a la orden del día. Nos tocaron DOS taxistas que no sabían llegar a La Condesa. Desayunamos en el segundo piso de la Casa de los Azulejos, y el pobre edificio está tan hundido e inclinado, que mi taza de café estaba a dos de derramarse. Uno de mis acompañantes casi se agarra a madrazos con un oficinista del Antiguo Colegio de San Ildefonso porque éste alegaba que no existía la burocracia en la UNAM. Había militares haciéndola de niñeras de turistas en el Palacio Nacional. En la esquina de La Alameda, una policía platicaba amenamente con una vendedora de dvd’s piratas. No hay línea de metro para llegar a la Esquina de la Información de la zona financiera (cierto, los ejecutivos no viajan en metro). Las únicas personas amables con las que nos topamos eran los choferes de camiones y los porteros de los strip joints en la esquina del hostal. Para celebrar La Hora del Planeta, el Ángel de la Independencia iba a apagarse a las 8:30 de la noche… mientras, a sus pies, dos plantas de luz habían sido contratadas para un concierto alusivo al festejo en el Paseo de la Reforma. Por sólo treinta pesos, podías pagar una limpia azteca en el Zócalo… o tres strippers de juguete que movían el trasero si girabas el tubito.

El fin original de mi viaje era realizar una investigación para mi proyecto sobre el Bicentenario de la Independencia de México. Tengo mi cuadernito negro atascado de fichas, nombres de pinturas, anotaciones de los museos, panfletos y panfletos del Gobierno Federal… y no puedo escribir nada que no sean todas las tonterías tan maravillosas y atemorizantes que vi en las esquinas. Debería de estar escribiendo sobre las deficiencias de amabilidad en los museos, la carencia de traducciones de sus fichas históricas, la falta de mapas e innovación en sus salas, mis descubrimientos del arte virreinal y los artistas plásticos del naciente siglo XX que son excelentes y nadie menciona por anteponer a Rivera, Orozco y Kahlo… pero sólo puedo pensar en la musiquita que sale de los claxons, la voz de la señora del Vips predicando el amor de Dios en la mesa de al lado, el olor a coladera y la sensación vertiginosa de estar sentada en un edificio ladeado.

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