Diez, nueve, ocho.
Diez días muertos y nueve noches en vela, con ochocientos centímetros de estambre verde, dos agujas, un cuarto de luna mordida, y tres tazas a medio tomar.
Ocho, siete... seis y medio.
Ocho kilómetros multiplicados por dos: la distancia de mi cama a la pista de aterrizaje que te traerá de vuelta, con siete dedos más de longitud de cabello, unos cuantos kilos menos y tres veces la sonrisa más amplia.
Seis, cinco y tres cuartos.
Seis cuentos restantes en mi libro de Keret, que llevo cinco meses leyendo.
Un cuarto lleno de ropa tirada que me niego a levantar; un cuarto de pastilla, un tercio del reloj para que den las 12 y se acabe un día más, para volverse un día menos que me queda por esperarte.
Cuatro.
Los días que te restan para venir a abrazarme.
Tres.
Los animales nuevos que tengo para tu colección de zoológico en papel.
Dos.
Las palabras que extraño decirte al oído, en la oscuridad del coche, con medio pie afuera y dos tercios de mi cuerpo aferrado al asiento.
Uno.
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