-No seas terca, por favor. Mírame. ¡Mírame!
No podía, no podía, por más que quería. No podía hacerlo porque mis ojos estaban hasta el tope de lágrimas, miles de gotas amontonándose para salir, tantas que no cabían aunque apretara los ojos, no me alcanzaban las fuerzas para detenerlas ni para sacarlas todas. Dejé que me acribillaran. Abrí los ojos y lloré y lloré y lloré, a punto de perder el equilibrio con tanto esfuerzo. Me agarré de sus brazos, temblé y gemí entre lágrimas y lamentos, con el corazón aplastado y los pulmones cansados de jalar tanto aire. Esta vez no se sentía como un reflejo. Mis adentros se estaban fracturando y sentía los pedazos separarse, derrumbando las capas que había hecho falta arrancar.
Tenía un motivo. O ninguno, y por eso lloraba. Porque, a fin de cuentas, mi razón ya no estaba aquí. Se me había escapado sin siquiera llevarse sus cosas. Lloraba por eso. Por mí y todo lo demás que había perdido o nunca había logrado tener. Lloré por todos en esta casa; los reales, las sombras y los recuerdos.
***
-Dime, ¿te duele?
Asentí.
-¿Dónde te duele?
***
-Dime, ¿te duele?
Asentí.
-¿Dónde te duele?
Prendí mi cigarro y exhalé el humo con lentitud, mientras registraba los daños. Todo mi cuerpo estaba como recién despertado después de la anestesia. Irritado y torpe. El dolor tenía vida propia y habitaba en partes de mí que ignoraba que podían sentir tristeza.
-En todos lados.
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